Máquina de taladrar la hondura - María Belén Aguirre

Cuando Carson se enamoró de Annemarie

el mundo entero tembló.

 

Era una fiesta

de temer esa alegría.

 

Era el amor: Dos

cigarrillos consumidos

en un pocillo de café.

 

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Aquello que vi moverse

no estaba vivo. El viento lo empujaba.

Aquello que vi moverse tenía

el pecho inane.

 

Objetuábamos.

 

Así la vida

la como la muerte.

 

La tierra

como el cielo.

 

La salud

como la enfermedad.

 

La alegría

como la pena.

 

La pobreza

como la prosperidad.

 

Objetuábamos.

 

Arrojada al container

el aire trazó en el aire

una elipse de belleza descartable.

 

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La paz sea conmigo

y con mi espíritu.

 

El lento letargo en que me hunde

la jeringuita de la eutanasia.

 

Los vidriosos ojos

del animal aquel que por amor mataste

te miran desde el fondo.

Te agradecen.

 

Yo soy ese animal.

 

Y eso

que dejé

y se borra y borra

sobre tu mano de escribir

mi último rasguño.

 

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Cuando se muere

¿quién se muere?

 

Yo soplé las cenizas

del fuego que era

hasta la última

partícula.

 

Y fui viento.

Y fui brisa.

 

Y fui fenómeno

atmosférico: emulación

degradada de la naturaleza

dentro mismo de la Naturaleza.

 

Y fui lluvia.

Y fui tormenta.

Y fui diluvio en tierra desértica.

 

(¿Una bendición exagerada

maldición es?).

 

Y mi grito fue el trueno esplendoroso

que el mundo ubicuo no oyó.

 

 

Addenda:

 

Esta es la ley de la ferocidad. Gabriel elige féretro para su padre, como quien escoge en una feria americana una prenda de vestir de otro muerto. Mientras tanto, en una película de Tsai Ming-liang, un empleado despliega ante los deudos, la sofisticación de las urnas en un columbario.

 

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Este es el imperio de los sentidos.

 

La orgía de los signos
antes de la petite
o grand mort.

Este es el guiño
de Ōshima a Barthes.
Y sobre el Monte Fuji documentado
por los artistas del mundo flotante
un rojo sol nipón a la hora del crepúsculo.

(Lo que callé quedó
encerrado entre las cuatro paredes
de este silencio).

(Lo que callé es la granada
cardiovascular en la boca
de un kamikaze que mucho antes
de sentirse / un inútil
se ofrenda a la muerte
como un animalito
en la pira sacrificial del lectus
deshecho).

(Lo que callé
ha olvidado la sintaxis
de una coherencia que, tal vez, podría
comunicarme).

(¿Pero qué diría si dijese? El silencio
nos aprehende de memoria. El silencio
nos amordaza. El silencio nos retuerce
como a un pescuezo
la lengua.

El silencio nos
estrangula).

Addenda:

Hablame en jeringonza.
Hablame en un idioma tuyo y mío.
Hablame en un dialecto que los deje
por un ratito a solas
con nosotros.

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Llevo conmigo a todas partes

mi ejemplar del Opium de Cocteau.

El frenetismo de su mano dibujando un falo tumefacto.

La ico en reemplazo, suplencia, impotencia o complementariedad

de una grafía casi siempre insuficiente. (¿Recuerdas aún los palotes con que Néstor o Rosa

Luxemburgo representaban a los soldaditos en el Informe Grossman? Gurkas y argentinos;

López y Ward; sobre un lecho gélido e improvisado y todo por un trozo

prohibido de papel y carne y chocolate).

 

Oh

la libido que el

peligro exalta.

 

Ah

el pecado

de ¿amar?

a tu ¿enemigo?

 

La acogida

del cuerpo

del otro

en el propio

cuerpo

 

cuando se está

lejos de casa. Y la anatomía humana

es una suerte infausta de lupanar en las afueras de la Santa

María de Onetti donde

se juntan los cadáveres

aún tibios

del asco y la piedad y la perentoriedad

de una otra ¿belleza?

 

Pronto

el teléfono sonará.

Y la noticia de tu voz

detonará en mi oído y será

una bomba de tiempo.

 

Pronto.

Me digo

pronto

 

para apurarte.

 

Mientras los años pasan. Y las interferencias

son ahora las aciduladas procrastinaciones -de fiord en fiord-

de un camino inconducente.

 

(Si todo poema es profético / esto ya ha sucedido).

 

 

Addenda:

 

Yo escribo. Yo conjuro

la magia marrón de los enajenados.

 

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Hay una pornografía gimiente (entre recién advenida y fatalmente agónica)

en este vacío que jamás

nada llena.

 

Una máquina de taladrar

la hondura

que al abismarse

me acantila.

 

El eco, pues, de un alarido

que me arrastra

hacia abajo

hacia más

bajo

 

allá

a la sima.

 

El eco,

pues, de un alarido

que al volver me abofetea.

 

¿Qué grité yo

mientras caía?

 

Grité tu nombre.

 

Fuiste lo último

que oí.

 

*

 

 

María Belén Aguirre

(Tucumán, 1977)

Escritora.

Su obra consta de más treinta títulos, y está dividida en tres partes: Matorral (14 libros, 2009- 2016), Diecisiete Criaturas de la Desgracia (2017- 2020) y Trilogía de Gualandi (Ubi sunt, 2021, El cielo desde abajo, 2022, y el aún inédito Cartas de un mancebo desde la cárcel de Saló).

En 2020 obtuvo el Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes, por su obra Siamesas.