Sharon Olds - Algunos inéditos de "Salto del ciervo"
Lentamente comienza
Lentamente comienza a verse cada vez más
lejano, como flotando, a la deriva
en la distancia, ex-marido en traje gris
con el brillo de su oleaje — y sus manos a ambos lados,
llevado por las alas de una libélula
por el aire, a través de mi ventana. Y una brisa
que lo lleva, más arriba, más allá, pareciera
un recién casado de Chagall, sin fide-
lidad, o con una fidelidad que puede
cambiar de novia, es llevado, por una corriente,
como una criatura de otra especie,
con una lengua propia, dormida dentro suyo, hasta ahora,
sin el peso que lo sujeta
hacia el suelo. Mudo meteorito
lluvia de estrellas estivales
flotando, acá y allá, tan tenue
tan plácido que pareciera dormir, con sus largos
párpados en calma, con sus ojos
abiertos. Estoy feliz de no tener que perderlo
por completo, pero lo veo irse
al antojo del cielo, como un hombre al viento,
arrastrado como una barcaza en
la corriente, en leve vaivén, tan parecido
a un símbolo, a una fantasía.
Yo no lo conocí, yo tuve una idea
acerca de él. Los primeros años que estuve sola,
me decían que iba a superarlo
pronto muy pronto, y la piel de mi corazón
parecía reposar a lo largo de la piel
de un corazón desnudo. Pero ahora
las vertientes invisibles me revelan
sus movimientos, esta empiria ligera
por sobre el jardín —Mirá, ahí está
más allá, luciendo su sombra pequeña
más allá de los rostros y los carruajes
en el parque, ¡y yo estoy acá! Y todavía no puedo
dejarlo ir, sostengo el cordel
observo cómo mi idea se aleja
y se detiene, y se aleja, mi barrilete plateado.
La orilla
Y mientras me acercaba al océano, por primera
vez desde nuestra separación—
aproximándome al lugar donde la tela
líquida nace y muere y empuja la roca pulverizada—
ese mes, cada año, volvía, primero nadábamos
para luego regresar a la cama, ese campo de algas marinas, mi
pelo verdoso cayendo sobre su pelo verdoso
cayendo, de nuestros cráneos, huesos cruciales. Éramos una
orilla, pensaba — dos elementos, tocándose
el uno al otro, reposando en la fe de que nos
conocíamos uno al otro, una tal vez demasiado
parecida a un cazador, el otro un poco
demasiado opuesto al cariño
al misterio del verano,
magnético en su duelo distante. Su primer
amigo fue un cachorro siberiano, que murió
ahogado en el humo de un incendio. Alguien le sugirió,
una vez, pensarlo desde el punto de vista
del fuego, y su rostro se relajó, Delicioso
dijo. Deseo que él pueda llegar a pensar
así, de mí. Las semanas antes de que partiera
me apoyaba sobre él, como si fuera ingrávida,
por un minuto, después de nuestro fin del mundo
último y feroz, como si la soledad hubiera avanzado
desde la tierra al filo de la playa, ola rompiente,
arrecife, fosa oceánica, y luego se hubiera hundido profundo
donde parecía que jamás podría ser rescatada. Elementos,
protéjanlo, y a todos los que amamos, no importa
si amamos juntos o por separado. La física, artífice de nuestra
muerte, vigila. Brújula, nos vamos hundiendo
entre tesoros del mar, entre ojos que acechan.
Siempre estamos volviendo, desde que nacemos,
volviendo a no estar vivos. Hacer eso-
eso- con él, me hacía sentir que compartíamos
una dignidad, una dulzura inhumana
hermanas y hermanos, tobillo del témpano
hormiga de nieve, torre del faro,
albatros, que rompe su
cáscara y se eleva, y nunca más vuelve a tocar el suelo.
Silencio, con dos textos
Cuando vivíamos juntos, el silencio en casa
era más denso de lo que sería
después de su partida. Antes era
una larga conmoción industrial
a lo lejos, un bramido subterráneo. Cuando se iba
yo estudiaba el silencio de mi-entonces-marido como a una cosa
casi sagrada, el llamado de un recién nacido que ha nacido
mudo. Texto: “Aunque su presencia es detectada
por la ausencia, el silencio
posee un poder que presagia el miedo
de aquellos que lo habitan. Invisible, In
audible, incomprensible, el silencio des-
concierta porque oculta”. Texto:
“Las aguas lo rodeaban todo, incluso
a mi alma: su profundidad se cerraba
sobre mí, la maleza envolvía
mi cabeza.” Yo vivía junto a él, en su reserva
en su silencio y a veces bromeando, llamaba a su
máscara de abstraído la Mirada de reptil
buscando aceptarlo como era, bajo la ley de que no podía
hablar-- y cuando yo chillaba contra esa ley
él se encogía hasta adherirse a su poder absoluto
se elevaba desde su puerta de embarque.
Y se volvía casi un héroe, para mí,
y así yo vivía bajo una ley que no
me permitía ver a quien había elegido:
sólo asociarme a un ser
estático como un elemento, casi
ideal, sin envidia ni malicia. Las últimas
semanas, durante el día, nos movíamos a través de nuestra
ruptura, a lo largo de su extensión,
y de noche el silencio reposaba ciegamente
y cantaba y nos veía.
El corte de pelo
De pronto contra mi voluntad me acuerdo del día en que
mi-entonces-marido estaba enfermo
y yo le corté el pelo para levantarle el ánimo. Primero lo peiné,
sintiendo, con los dientes del peine, los folículos
de su cuero cabelludo. Su pelo estaba rígido por la fiebre,
pegoteado y chato, y en cada pasada
una cinta negra salía de su cabeza, su cráneo
estaba aplanado en la parte de atrás, con un hueco
en el centro. Me encantaba comer-comer-comer
con la tijera, masticar aquel trigo. Era
tan alto que era como podar un árbol,
la alegría infantil de estar en puntas de pie. En sus hombros
los mechones de pelo se acumulaban,
como un cúmulo de leña en un cuadro medieval
que cae, abandonada, ante el paso de un meteorito. Era tan
hermoso, casi adorable cuando se veía
horrible. En ese momento su cara estaba
demacrada, los corredores de sus mejillas cóncavos,
sus párpados y sus ojeras abombadas
como un ogro, pero detrás de los lentes
estaban los nadadores profundos, sus ojos abisales
a través de los que yo leía la profundidad de su carácter, sin
saber de qué otra forma leerlos más que a través de la belleza,
y él los cerró, y se entregó, y terminé la nuca
y barrí el trigo del piso. Antes de dormir,
acaricié su pelo satinado, el sudor
viral saliendo como crema de las puntas, acaricié
su abrigo y él tomó unos mechones de mi pelo en su puño
y se aferró a ellos. No estés enfermo,
le dije, OK, contestó él, y el amor
parecía descansar, en nosotros, un lugar
que, por un rato, la muerte no podría
alcanzar, y alguien me cantaba, al oído,
sin palabras, que nadie puede vivir sin alcanzar
la muerte, pero yo podría haber vivido sin haber
amado con locura, y por un momento, entonces
pensé que con él viviría para siempre.
Ilustraciones: Hernán Sansone - @elciclopemiope
Versiones: @natalialeiderman y @patriciofoglia