Tom Maver - Nocturno de Aña Cuá
En Aña Cuá las plantaciones
son dominio del río –
que baja entre los naranjales y se renueva
ante cosecheros mudos.
Todo es inmenso acá –
salvo las flores de la orilla.
Salvo los peces que saltan a la superficie
fascinados por un mundo
que vuelve a cerrarse a sus espaldas
mojadas por una luz crepuscular.
Salvo mi madre en su vestido de novia
que se aleja remando.
Salvo mi padre,
que se durmió mientras tomaba
el vino de su boda, murmurando
me olvida no me olvida me olvida,
el regazo cubierto de pétalos.
*
Nuestro padre trabajó por años
en la plantación de naranjas.
Pero hay que saber que Aña Cuá
no era sólo el nombre de ese sitio:
además era el lugar
donde más había sido visto su dueño,
Aña Cuá, el Demonio guaraní.
Trabajaste por años
para el Diablo, Papá.
Para Yasi-Yateré
o Boguá o Mbae pochú
o Waikuprí o Yaguarón,
o si te gusta más:
para Yaguareté-abá.
Detrás de sus mil nombres
se esconde la sonrisa del patrón
que padecen los campesinos.
*
El cebú tiene la mirada en el río.
Lo que se pierde vuelve en imágenes
que la retina fija y cree haber visto.
¿Alguna vez viste un bovino tan extraño?
El pasado es una corriente inagotable
que sigue llegando con más escenas
y un ataúd de algas, piedras y caballos.
El supuesto cebú bebe de la supuesta agua
y al río la profundidad
se la dan los muertos.
*
Las enfermeras te escoltaron
por los pasillos hasta tu cama.
Al hospital llevaste el vino,
algunas naranjas y el recuerdo
de tu mujer – como los nenes
se llevan abrazada la almohada
para los viajes largos.
Sin embargo de noche
aullaste tus pesadillas
y cuando la enfermera de madrugada
irrumpía con calmantes,
te encontraba frotándote
contra la almohada
con la suavidad de las hojas
cayendo de un árbol.
*
Un poema que no esté hecho
de recuerdos míos, de padres míos,
de paisajes míos. Un poema
que fuera detención –
mirar por la ventanilla
los palos borrachos.
Pero la muerte iba más rápido
y bajaba por 9 de julio, entrando
a Constitución, doblando en Av. Caseros,
guiada por los silbidos de la gente –
Yo crucé los pasillos,
bajé del ascensor, me saqué
los auriculares, saludé a las enfermeras
que tenían la inexpresividad
de los ángeles –
y ante la puerta de la enfermedad,
a punto de abrirla, me dije:
Acordate de esto.
Giré la manija.
Aferrate a lo que se pierde, memoria.
Abrí la puerta.
Sentí en mi cara el viento
que el diablo había sembrado.
*
Mis hermanas humedecieron tu cara
con un trapito, pusieron una base
y empezaron a maquillarte.
Mezclaron un poco de su sangre con remolacha
para lograr un rojo intenso.
Querían resaltar tu femineidad.
Te remarcaron los rasgos, delinearon tus ojos
y realzaron el color de los pómulos.
Te peinaron con cuidado,
con movimientos largos.
Ellas necesitaban estar un rato
en su infancia para dejar perfecta
a su muñeca preferida.
Tom Maver (Buenos Aires, 1985) publicó dos libros de poemas: Yo, la incesante nieve (Huesos de jibia, 2009) y Marea Solar (Alción, 2016; Alto Pogo, 2018). Además, tradujo Rosa, del poeta chino-estadounidense Li-Young Lee (Barba de abejas, 2015) y Biografía en los saquitos de té, de Westonia Murray (Llantén, 2017). En 2018 publicó Nocturno de Aña Cuá (Llantén). Dirige junto a Natalia Litvinova la editorial Llantén donde saldrá a fin de año la traducción de poemas de la poeta norteamericana H.D., que se llama Qué son las islas.