Yo encontré un desierto - Robin Myers por Natalia Romero

Podría decir muchas cosas sobre lo que me pasó con Robin Myers. Lo más cercano es decir que me enamoré de ella, de su poesía. De la forma en la que llegó a mí. Llegó cuando extrañaba esa lectura nueva que te abre el mundo. Eso que te salva. Así.

A Myers la leo en voz alta. Leerla es para mí un ritual.

Hay algo en la repetición, en el ritmo de su escritura, la longitud de los versos. Lo que vuelve a decir, ese énfasis, un repaso, como si escribiera mientras recuerda o como si el recuerdo fuera una construcción instantánea. No importa.

La leo en voz alta porque algo de su voz se me acerca mucho. Cuando mi amiga Vero me dijo, leé a esta poeta, te va a gustar, cuando me dio Lo demás, cuando me enamoré, cuando me salvé. Así fue. Leí el libro de un tirón. Lloré mucho, me reí. La busqué a Robin en Facebook, la encontré, me emocioné, le escribí, le agradecí, me respondió, me emocioné más. Hace más de un año de esto y yo me había separado hacía muy poco y buscaba, creo, sin darme cuenta, algo que me devuelva mi impulso. Eso fue Robin Myers. Fue como revelar un rollo de fotos viejo, perdido. Cuando una poeta te devuelve fuerza en la escritura es una gran poeta.

Entonces leer a Robin Myers fue como una devolución. Yo no estaba perdida. Hay luz, hay pepinos, hay velocidad, hay otro, hay una luciérnaga.

La velocidad con que avanza un poema es la misma velocidad con la que logra detenerse, incluso en mitad de un verso, en una palabra, Nina, en la repetición, Nina, en una llave, unos fuegos artificiales, la nieve, un pepino, una voz que quiere volver a pasar por la vida.

La voz de Myers también está formada por muchas voces. Mi voz es también eso que olvidé, dice. Podría ser esta declaración, quizás, su poética. Escribimos para recordar nuestra voz. Eso me parece espectacular. Y cuando leo poesía me parece hermoso que pueda recordarme algo que creía haber olvidado.

Natalia Romero

 

 

Tener, Audisea, 2017. Traducción Ezequiel Zaidenwerg

 

Hacía años que no veía
una luciérnaga, y a lo lejos.

Pero cuando, mientras hacíamos
el amor contra la pared de la cocina,
los omóplatos de ella contra el botón de la luz
la encendían y la apagaban, la encendían
y la apagaban,

oscuridad total
y plena luz,

por un momento comprendí
que eso era lo que éramos.

 

 

 

 

Se te podría caer el pelo.

 

            Así que se me cae el pelo. Así que se me pone

            más delgada la piel, se endurece, se agrieta. Así

            que tengo un poco más de frío en algún lado.

            Así que me compro un sombrero.

 

Se te podría hinchar como un tambor la panza.

 

            Así que nado. Así que tomo caldo de una taza.

            Así que rengueo. Así que me crece la sombra.

 

Podrías olvidar de dónde sos.

 

            Así que vuelvo. Así que toco el piano con un

            solo dedo. Así que sueño con armas que nunca

            Así que me disculpo. Así que me pongo la

            remera al revés. Así que espero.

 

 

 

 

Podrías olvidarte de despedirte.

 

            Podría.

 

Podrías tener miedo.

 

            Así que envejezco. Así que me preparo omelettes de

            champiñón. Así que leo todas las secciones del

            diario con los anteojos en la punta de la nariz.

            Así que les pongo nombre a las lagartijas que

            se trepan por las paredes. Así que hablo de las

            elecciones y del tiempo con mujeres de rodillas

            esbeltas en un café. Así que me despierto

            temprano. Así que paro.

 

Podrías a fin de cuentas haber sido parte de algo que

            no respetás.

 

Así que soy parte. Así que todas las partes son

ciertas. Y se derriten, se desplazan, dan a luz

nacen.

 

 

 

 

La costa se achicó,

 

            un giro que me gusta,

            el movimiento de algo

            que desaparece:

 

el puerto se achicó,

las piernas fuertes de ella,

su cuello oscuro,

su nombre.

 

A veces me pregunto si anhelaba

tener algo

para poder verlo irse.

 

            Para poder verlo.

 

 

 

 

Mi mamá perdió un río.

Mi papá también, pero nunca hablaba de eso.

 

Yo encontré un desierto,

porque ellos me lo regalaron.

 

Y encontré el agua,

que es mi hogar, en el sentido

 

en que mi hogar no es una isla

pero debería serlo.

 

Conocí a un chico que se ahogó.

Lo amortajamos y lo tiramos por la borda.

 

Conocí a un chico que se chamuscó al sol.

Lo encontramos y lo dejamos donde estaba.

 

Conocí a un chico que se hamacó hasta que pensó

que se saldría de órbita, pero la sombra de su papá se

   alargaba

 

detrás de él, delante de él, y le aseguraba que no.

Cuando era joven, conoció por poco tiempo el verdor

de un lugar de colinas veloces, maleza alborotada,

   grillos de noche,

la alegría un ligero ardor de sol sobre la piel, la

   esperanza desde entonces

 

de que esa dicha fuera

directo a sus venas

 

y tocara todo lo que él tocase a partir de ese momento.

Es como que te canten hasta que te dormís

 

cuando sos un bebé, y después no saber

más que la disciplina

 

de la ternura que te ayuda a cambiar,

la curva que toma la columna vertebral por sentarte

 

como aprendiste.

Me lo podría inventar; la mayoría

 

me lo inventé, con la intención

de darle forma a mi gratitud

 

y anclar mi anhelo.

 

 

 

 

Lo demás, Zindo & Gafuri, 2016. Traducción Ezequiel Zaidenwerg.

 

Elegía

 

La vida perdida aun hace señales.

 

La casa y su precaria instalación eléctrica,

la ruta que subía entre los cementerios,

los tomates en pugna con su bolsa de plástico

como piedras en un estómago vacío.

 

Una ronda de chicos que se pasan de mano con orgullo

a un cachorro, un dócil prisionero que cambia de captor,

fuegos artificiales a lo lejos por la boda de alguien,

el humo que alquitrana el horizonte.

La luna, ahogada.

 

Ahí, en medio de la noche, aún

están la mermelada, el arroz, los pedazos amarillos de queso

cortados con cuidado en la heladera que retumba, se para y desfigura

toda sustancia y la transforma en hielo.

 

Y vos. Ahí estás vos,

ahí estás vos, aún, piedra caliza, cigarrillo, ducha fría, guitarra nueva

que le regalaste a alguien, vos, perdido, rodillas huesudas, balcón,

perdido, perdido, anís, llaves del auto, migraña, sopa de lentejas,

 

Los labios en mi frente, vos dormido, de espaldas,

vos, silencioso, vos, entregado.

 

La vida perdida, dado que se perdió, se vuelve

más generosa.

 

Vuelve a ofrecerse una y otra vez

y se niega a aceptar nada nuevo de nadie,

con el mismo hermetismo de la gente caritativa de verdad.

 

Ahí estás vos, pepinos, amanecer

que tiñe de blanco la ciudad, rezos involuntarios,

rencor, radio, cocina de una sola hornalla,

cactus del tamaño de un dedal

y tus omóplatos

y mis omóplatos.

 

Obtenida, entregada, perdida, vos, la vida perdida,

seguís perdida, seguís durmiendo, tibia todavía

contra mis vértebras y me tocás aún

todas las zonas que todavía no alcanzo.

 

 

 

 

La conversación con Magdaleno el leproso

 

Dios me ama.

Pero no siempre fue así.

 

Cuando era joven, antes

de que se me empezaran a caer

una tras otra las extremidades

como hongos desprendiéndose de un árbol,

me odiaba tanto

que ni siquiera existía.

 

Él no era nada,

no estaba en ningún lado; yo mismo no era

ni siquiera eso.

Les chupaba la sangre a las mujeres,

envenenaba hombres,

bebía los licores de la tierra.

 

Si Dios hubiera sido la tierra,

me lo habría

bebido a él también.

 

Después vino la peste.

La carne, una corteza que se iba desprendiendo;

ya no sentía las extremidades.

La piel, como los restos de un incendio,

que hasta las propias llamas rechazaron.

Todo me rechazaba.

Así, cuando yo mismo

me convencí de no desear ya nada,

acostado en el suelo boca abajo,

mientras me atragantaba de polvo,

Dios me habló desde la nada, y dijo: “Ahora veo

que hay algo que

querés”.

 

Dios no era nada,

pero yo lo había escuchado.

No era nada, e igual creía en él.

Si bien tenía las piernas chamuscadas,

me paré como pude.

 

Yo podría haber muerto

y él quiso que viviera.

Cuando hasta Dios no es nada,

y nada, pero nada

te quiere, de algún modo

vos vivís.

 

Yo vivo aquí sentado. Vivo elevando rezos

como rayos que estallan

en la tierra,

porque ahora mi cuerpo es como un árbol

quemado por un rayo.

 

Me ama.

Cuando uno no ama nada,

y vive aun así,

eso es amor.

 

 

 

 

La metafísica de Pedro el heladero

 

Según lo veo yo, el cielo es otro mundo, nada más,

y yo no soy de ahí.

Vi un programa en la tele acerca de los peces de las profundidades,

que viven tan profundo que casi no son peces, sino apenas

pinchos y lamparitas que relumbran en un lugar extraño.

Nosotros no podemos bajar tanto, excepto en una máquina.

De intentar respirar, nos ahogaría el agua,

y nos aplastaría la oscuridad. Mientras que aquellos peces

se la pasan nadando por ahí, con sus luces de giro y sus dientitos,

comiendo lo que sea que ellos comen,

todas nuestras palabras y los planes que hacemos no nos sirven de nada;

y todas esas sombras y las cosas que brillan,

junto con la comida invisible de los peces,

tienen bastante más sentido que nosotros.

¿Por qué sería diferente el cielo?

Otro país por el que para entrar tenemos que morir,

 y donde ya no importan la tierra ni la sangre ni los huesos,

y hay que aprender a parecerse al aire

después de caminar tantos años.

Cuando a la noche prendo una vela al costado de mi cama,

eso es lo más que llego a parecerme

a los peces de las profundidades.

Se me voló el sombrero un día de viento;

quizá eso se parezca un poquito a volar

o a tener un espíritu o a ser uno. Jamás volví a encontrarlo.

Quizá llegue a algún lado antes que yo,

quizá me quede donde estoy sin él.

 

 

 

 

El retorno

 

Ésta es la calle donde

naciste. Ésta es la llave que se te cayó en la nieve,

y éste es el abrigo que te pusiste para ir a buscarla.

Éste es el cielo visto desde la ventanilla del avión, la mañana que te fuiste

del país. Éste es el lugar del que pensabas que jamás te irías.

Éste es el sándwich que comiste en la escalinata de una iglesia,

las migas que les diste a las palomas. Ésta es la funda de la almohada

que todavía tiene pelos tuyos. Esto es el verano.

Éste es el continente que cruzaste,

la carta que pusiste a lavar con la ropa por error,

el cuchillo con el que te cortaste picando una cebolla.

Ésta es la maravilla de poder reconocer a un amigo por su tos

en el cuarto de al lado. Esto, aunque estás durmiendo, es un ratón

debajo de las tablas de madera del piso, y ésta es la luz que las recubre,

y éstas son las sombras que salpican la columna vertebral

de alguien que está acostado boca abajo.

Esto es casi lo que querías decir.

Esto es alguien que toca una pieza de Brahms en el piso de abajo,

el vaso de agua que tiembla sobre el piano, el agua derramada.

Esto es enojo, ésta es una clase de manejo, un año de tu vida; la parada

del colectivo, la sábana, la ola de calor; éstos son los

fuegos artificiales que mirabas a lo lejos,

que en silencio brotaban como flores en los montes oscuros.

Ésta es la forma en que mirás a la gente en el tren

y después la extrañás. Ésta es la fe, como un nudo en la soga

que estás trepando, y éstos son tus dedos, ardidos y despellejados

alrededor de ella. Esto no es una excusa. Esto es el mar, adentro

de un caracol. Esto es el mar.

Esto es, según parece, a lo que hemos llegado.

Ésta sos vos, si decidís volver.

Ésta sos vos si nunca regresás.

 

 

 

 

El brillo

 

Cavamos en las entrañas de la tierra, Nina.

La cortajeamos.

No tratamos de arreglarla.

Damos tumbos en círculos debajo de ella,

colgamos luces donde la luz no llega,

hacemos cualquier cosa para avanzar más rápido

de lo que podríamos sin ayuda.

Les apuntamos con nuestras pistolas a personas que no tenemos intención de matar.

A veces las matamos.

Subimos a empujones a un ring a nuestros hombres

y ellos se empujan entre sí hasta sangrar e hincharse.

Hervimos langostas vivas.

Azotamos a los adúlteros.

Cometemos adulterio.

Desollamos ciervos.

Violamos a nuestros monaguillos.

Atropellamos peatones, que mueren al instante.

Morimos al instante.

Cortamos nuestras córneas con rayos láser.

Quemamos las huertas de nuestros vecinos,

nos cortamos los muslos con hojas de afeitar,

les damos la espalda a nuestras hijas que lloran

todos los días del primer mes de primer grado

para que aprendan a abandonarnos.

Damos a luz, Nina,

damos a luz sin cesar.

Nos destrozamos las cutículas,

hacemos volar por los aires montañas,

lo olvidamos casi todo,

proporcionalmente hablando,

y decidimos quiénes tienen derecho a vivir y quiénes no

en el nuevo edificio de departamentos de lujo,

y levantamos museos encima de las ruinas

de aldeas masacradas, y seguimos de largo con determinación

al ver las convulsiones de alguien que aspiraba pegamento.

Aspiramos pegamento

y tomamos hasta decir cosas que no teníamos la intención de decir,

y les metemos sondas en la tráquea a nuestras abuelas,

y encerramos a chicas adolescentes en la parte de atrás de un camión

con un colchón debajo,

y nos surcamos de tinta la piel y nos perforamos la cara,

licuamos hielo y lo convertimos en espuma, domamos caballos,

desaparecemos, hacemos desaparecer a otros, mutilamos verbos,

y guardamos nuestros objetos infantiles,

e ignoramos a los hombres que alguna vez amamos,

y hablamos del amor en tiempos que no son el presente,

y nos tiramos de aviones,

y azotamos a nuestros hijos hasta que ya no pueden hablar nuestra lengua materna,

y tiramos nuestros deshechos al mar,

y mentimos, Nina,

y apretamos con las manos la garganta de lo que deseamos

hasta que manos y garganta se ponen blancas.

Es verdad.

Pero también es verdad

que untamos una rodaja de pan con manteca ablandada

con un cuchillo ablandado.

Les confiamos los huesos a los colectiveros,

las nucas a los peluqueros,

los lóbulos de nuestras orejas a las confusas bocas

de amantes que tal vez nos amen y tal vez no

pero que nos tocan como si pudieran amarnos.

Acariciamos con los dedos la corteza del abedul

al pasar.

Compartimos la sangre,

les repartimos chupetines a hombres adultos

para que no se desmayen al terminar.

Criamos los brotes de las papas.

Esperamos.

Quemamos el arroz, comemos el arroz,

señalamos las páginas marcando las esquinas,

buscamos una cara en cada cara que pasa

y la encontramos o no la encontramos,

y subimos con esfuerzo la colina y la bajamos deslizándonos,

y cantamos apretando los ojos cerrados,

y cerramos las ventanas el día del desfile

para poder acostarnos juntos y escuchar todo lo que decimos,

y le dejamos al incendio de la casa que haga lo que quiera

con nuestras posesiones.

Que no tengamos otra opción

no tiene nada que ver.

Anhelamos.

Confesamos actos que no cometimos.

Nos lavamos los pies.

Nos reímos hasta que nos duele la panza.

Dejamos que se escape la tortuga.

Estamos seguros de tener razón.

Venimos, que es una extraña manera de decir

que nos vamos,

con una alegría que sería desoladora

si no fuera tan alegre.

Nos dicen que primero hay que aprender a disfrutar de la alegría

para después poder tolerar la desolación.

No.

Nos enseñan que primero tenemos que aprender a estar desolados

para después poder tolerar la alegría.

No.

Toleramos lo que podemos tolerar.

No.

No sabemos qué podemos tolerar.

¿No?

No sé, Nina,

no sé.

Vi a un chico con uniforme de la escuela caer de rodillas

con un gesto de plegaria

o de traición,

o de cartílago roto en un partido de fútbol,

yo qué sé.

Vi a una mujer entrada en años retorcerse

después de un abrazo,

con un gesto de rencor

o de dolor,

o de deseo ignorado,

o de artritis reumatoide,

o de extrañar a su madre,

o de antiguos terrores renovados,

¿y nosotros, Nina, qué podemos hacer?

Hacemos lo que podemos.

No:

conozco

a un tipo que,

hace unos años

caminaba por la banquina de la autopista

para sentir cómo, al pasar, los camiones con acoplado

le arqueaban el cuerpo hacia atrás, para sentir el campo minado

entre la línea amarilla y sus propios pies.

La mina. El campo.

¿Cómo llega el cuerpo adonde el mundo

le dice que no vaya?

Te lo estoy preguntando.

Nuestras opciones, al final, son pocas.

Amo a este hombre cuyo cuerpo dijo

que no quería

irse.

Y te amé a vos

que te fuiste.

Amo, no amé, amiga;

Perdoname.

No sabemos

lo que hacemos,

y nos provoca tanto asombro el maíz que brilla en el campo

como pisar la mina.

Nos vamos, nos vamos, nos vamos,

Nina.

Brillamos.

 

Robin Myers, poeta y traductora, nació en Nueva York en 1987. Es autora de Amalgama / Conflations (México, Ediciones Antílope, 2016), Lo demás / Else (Argentina, Zindo & Gafuri, 2016; España, Kriller71 Ediciones, 2016) y Tener / Having (Argentina, Audisea, 2017). Ha traducido a diversos autores latinoamericanos al inglés. Su traducción de La lírica está muerta, poemario de Ezequiel Zaidenwerg, saldrá a principios de 2018 en Cardboard House Press (EEUU). Ha realizado una residencia de escritura en el Vermont Studio Center (EEUU) y otra de traducción literaria en el Centro Internacional de Traducción Literaria de Banff (Canadá) para traducir la obra de Alejandro Crotto. Vive en la Ciudad de México.