Lo intacto - Claudia Masin
La luz de la luna
y cuando hablamos
tememos que nuestras palabras
no sean escuchadas
ni bienvenidas,
pero cuando callamos
seguimos teniendo miedo.
Por eso, es mejor hablar
recordando
que no se esperaba que sobreviviéramos
Audre Lorde
Hay quienes no formamos parte de la especie
más que como el error, la anomalía que confirma la precisión
y el equilibrio de las cosas. Como las crías enfermas,
defectuosas, que las perras apartan alzándolas del cuello con la boca,
no se espera de nosotros ninguna fortaleza ni coraje. La mayoría de las veces
no hace falta matarnos: el cuerpo vaciado del amor
y del deseo de los otros pasa rápido. Una mancha en el cielo
que pocos llegan a ver antes de que se apague
a miles de años luz, sin poder hacer contacto con la tierra,
sin que nadie la extrañe. Pero algunas veces,
contra todas las probabilidades, una raíz crece desaforada,
sostenida en el aire hasta clavarse en la materia,
arrastrada por un deseo salvaje, por el empuje de la vida
que resiste aunque sepa que en ese esfuerzo descomunal
corre el riesgo de quebrarse. Dejá
que tu cabeza descanse en mis manos, me dijiste, prometo
no soltarte. Y yo, que lo único que sabía
era que había que escapar del amor como quien escapa
de una pedrada en el pecho, un golpe bien dado en el lugar
más vulnerable, me quedé
sin embargo en ese abrazo y fui curado
de las enfermedades de los otros, de lo que hicieron conmigo
para salvarse. No hizo falta que nadie más me tocara. Un cuerpo
sostenido en otro cuerpo se vuelve una casa.
La venganza
Hay quienes se dedican a romper y hay quienes reparan,
me decías. A veces las cosas son así de simples. En el medio,
todos los matices, incluso uno
que desconcierta: quien sólo conoce el daño,
alguna vez, aunque sea por error, repara. Y viceversa.
Me hablaste de un médico, en un lugar
remoto del África, al que llaman el arregla-mujeres: su tarea
es remendar a las mujeres violadas. Reconstruye los tejidos,
une, cose, con una extraña y femenina
paciencia, los cuerpos deshechos.
La mayoría de las mujeres es llevada a él varias veces
en sus vidas, algunas vuelven
llevando a sus hijas. Son un trofeo de guerra y mutilarlas
es parte del privilegio
del guerrero, la demostración de fuerza del vencedor
hacia el vencido. ¿Cómo detener la rueda
que lleva del dolor hacia el dolor, la misma
que conocemos desde que sentimos la primera
punzada de injusticia, la que nos hace desear la mutilación
y la muerte de quien mata y mutila? ¿Cómo se hace
para ser quien cura lo que la propia peste y la ajena
contaminan? ¿Cómo esquivar el ramalazo
de odio que, como un viento que se levanta de repente,
nos convierte en lo mismo
que combatimos? Yo no sé la respuesta y hay preguntas
que producen en el pecho un estallido: dejan un cráter,
un extenso territorio vacío donde puede crecer
un tallo pequeñísimo después de muchos días
o puede no crecer nada, nunca, más que el brote
de una violencia infinita, que no va a detenerse
en su objeto, que va a irradiar hasta que lastime
incluso a quien ya ha sido víctima
de una violencia parecida. Habría que empezar de nuevo,
aprender a tocar las cosas, las personas
como aprendimos de niños. Pero en lugar del gesto
de apropiación, de la creciente codicia,
¿podría haber un modo, un modo que no existe todavía,
de tocarnos sin provocar una herida que va a llevar mucho tiempo
sanar, la vida entera, sin garantías de que esa restitución
sea posible? Que sea posible sin embargo, pido,
apenas eso: no causar más dolor que el que ya existe,
ante todo no dañar, como decían
los primeros médicos de la tribu.
Tomboy
Yo no sé cómo se hace para andar por el mundo
como si solo hubiera una posibilidad para cada cual, una manera
de estar vivos inoculada en las venas durante la niñez,
un remedio que va liberándose lentamente en la sangre a lo largo
de los años igual que un veneno que se convierte en un antídoto
contra cualquier desobediencia que pudiera
despertarse en el cuerpo. Pero el cuerpo no es
una materia sumisa, una boca que traga limpiamente
aquello con que se la alimenta. Es un entramado
de pequeños filamentos, como imagino que son los hilos
de luz de las estrellas. Lo que nunca podría
ser tocado: eso es el cuerpo. Lo que siempre queda afuera
de la ley cuando la ley es maciza
y violenta, una piedra descomunal cayendo
desde lo alto de una cima,
arrasando lo que encuentra. ¿Cómo pueden entonces
andar tan cómodos y felices en su cuerpo, cómo hacen
para tener la certeza, la seguridad de que son eso: esa sangre,
esos órganos, ese sexo, esa especie? ¿Nunca quisieron
ser un lagarto prendido cada día del calor del sol
hasta quemarse el cuero, un hombre viejo, una enredadera
apretándose contra el tronco de un árbol para tener de dónde
sostenerse, un chico corriendo hasta que el corazón
se le sale del pecho de pura energía brutal,
de puro deseo? Nos esforzamos tanto
por ser aquello a lo que nos parecemos. ¿Nunca
se te ocurrió cómo sería si en lugar de manos tuvieras garras
o raíces o aletas, cómo sería
si la única manera de vivir fuera en silencio o aullando
de placer o de dolor o de miedo, si no hubiera palabras
y el alma de cada cosa viva se midiera
por la intensidad de la que es capaz una vez
que queda suelta?
Ella
Las bendiciones y maldiciones recibidas en la infancia
no sólo fueron físicas. No sólo fueron las huellas
del calor, el golpe, la caricia, el frío tremendo para el que no existe
abrigo suficiente, del contacto de la mano
que detiene el miedo. Hubo también palabras,
cayendo como una lluvia de meteoritos sobre un planeta aislado
e indefenso, un aluvión incontrolable que a su paso
va dejando cráteres en la tierra virgen. Me hablaste
y ese mundo perdido volvió
de la misma manera en que vuelve un sueño
cuando despertamos: fragmentario, impreciso
y sin embargo cierto, tan real como el día
que estamos viviendo. Escuché tu voz, desprendida
de toda materia, un eco
que una vez que se ha soltado ya no tiene
nada que ver con la boca que emitió los sonidos.
Me hablaste y escuché
la detonación de un estallido sucedido hace mucho y muy lejos,
del que no me quedaba más que el temblor
en el cuerpo. Los sobrevivientes se llaman entre ellos.
En la noche, cuando ya ha sido exterminado todo
lo que conocían, con extremo cuidado inventan códigos,
sonidos que sólo pueden ser reconocidos por alguien que también
está perdido y teme. Yo reconocería
tu voz entre todas, su cadencia, la leve
vacilación, el tartamudeo antes de decir
ciertas palabras, como si el lenguaje mismo hubiera
quedado herido en vos cuando te hirieron, y cada frase
fuera un intento –fallido pero hermoso- de enmendar
lo roto, de envolverlo en un halo que lo proteja
y te proteja. Yo puedo olvidar incluso
que tengo un cuerpo cuando me estás hablando:
las partículas que soy se mezclan con lo que estás diciendo
y ya no soy más que el deseo
de las palabras que me das, como quien frente a un altar lujoso
hace una ofrenda demasiado humilde,
a todas luces inapropiada y sin embargo acierta, alcanza a tocar
el cuerpo que adora y está lejos. Nunca quise a nadie
como te quiero, dónde estás, quiero entrar, acá
llueve. No quiero que venga el silencio, el amor
es una conversación tan tenue, siempre
a punto de apagarse, un diálogo que sólo escuchan
los que están dentro de él, como sólo los peces
de las profundidades escuchan el sonido
adormecedor de las mareas que cruzan sobre ellos.
Y qué pasaría si no estuviera tu voz que me arranca
de lo informe y me da un cuerpo, qué pasaría
si no hubiera vida en la tierra, si la belleza y la violencia
y la extrema intensidad de todo lo que existe
no tuvieran nadie que las admire, se aterre, se conmueva.
No pasaría nada. Si te callaras se abriría el hueco
que hubo antes de que haya dolor y haya consuelo, antes
de que existiéramos, en la hora previa a que empezaran a escribirse
las historias que nos contamos unos a otros
desde que sabemos que contar historias
calma el terror y nos acerca. Aun en ese vacío,
lo que quedara de mí escucharía tu voz como si fuera el viento
que se lleva lo que tengo, y estaría bien así. Estaría bien que después
todo quede en silencio.
Cerezos en flor
en la noche azul
niebla helada, el cielo brilla
con la luna
copas de los pinos
se inclinan azul-nieve, se difuminan
en el cielo, escarcha, bajo la luz de las
estrellas
el crujido de botas.
rastro de conejo, rastro de ciervo,
qué sabemos.
Gary Snyder
Despierto y pienso: es como si un árbol pudiera
despertar en medio de la noche. ¿Qué sabemos?
¿Qué sabemos de cualquier cosa,
de cualquier ser que nos rodea, qué
sabemos? Encerrados en el propio cuerpo, aislados
de todos los hechos asombrosos que suceden
sin que podamos verlos ni sentirlos ni creer siquiera
que existen. Quizás la vida
vegetal también descansa, también tiene sus noches o sus días
de vigilia, ciertas formas de la angustia o de la pena
que no comprenderíamos jamás, algún contacto
-¿el sol, la lluvia, el viento?- que las serena.
Pero imaginemos cómo sería el dolor en la materia
que no puede moverse. Que está condenada
a quedarse en su lugar, que no tiene
manera de huir, de esconderse. ¿Y si no fueran
el rayo, el hacha, el alud, la creciente
los únicos peligros que enfrenta? Miremos
el cerezo, hermoso y prescindente en la última
noche del invierno ¿Y si más allá
de las plantas parásitas que lo asfixian y las pestes
hubiera un tremendo deseo saliendo de la raíz,
subiendo por el tronco maltrecho,
emergiendo por las ramas y las hojas, aullando
en un silencio que no puede romperse, si hubiera
algo que quiere salir, explotar en el mundo,
allá afuera, pero está quieto, quieto, encarcelado dentro?
¿Nunca se sintieron así, paralizados, incapaces de moverse,
completamente rotos por el choque que produjo
otro cuerpo sobre el propio, antes de irse?
Yo aún conservo las heridas,
las marcas de tu presencia. Se irán perdiendo.
Tu voz, esa manera de decir hasta la palabra
más sencilla como si fuera una canción que una vez que termina
deja en el aire una estela de increíble belleza, pero ya
no se puede alcanzar, no está en ninguna parte, ha durado
lo que duró la frase que dijiste. Toda la vida voy
a vivir en el aire donde sonó esa voz, dejó esa estela.
Toda la vida voy a ser como el árbol
que te entrega las flores una vez al año, única
manifestación de su amor y su tormento por la vida
de allá afuera, por todo lo que perdió y no puede
recuperar. La belleza de la que sea capaz,
aunque sea mínima y pobre y en nada se parezca
a la floración blanca y perfecta de los cerezos, va a ser tuya.
Yo seré siempre lo que hoy soy: una rama que se esfuerza
por hacer brotar una flor, aunque sea una sola,
para que la mires una vez más
antes de que llegue el invierno, antes
de que se quede sin savia y sin fuerza. Eso
será mi vida: la intensidad
del intento. Ya sé que no verás
nada de lo que te ofrezco. Pero aquí
me quedo, hasta convertirme en vos por insistencia,
hasta traerte de regreso en mi cuerpo, cuando mi cuerpo
sea igual al tuyo: el barro, el tronco abierto, la rama
desnuda y seca, los pétalos deshechos.
Esteros
En otros tiempos, a los animales de los esteros
se los salía a cazar en el relumbre de la siesta,
el acero del sol y de las armas caía a pique
sobre el agua quieta. Ahora
se los deja vivir, como una concesión graciosa, un don
que el poderoso le otorga a su sirviente. Los yacarés
pueden salir, como nosotros,
a tumbarse el día entero en el calor, lagartos viejos
y cansados que soportan mansamente
el peso de los pájaros que se montan en su cuero antes
de levantar vuelo de nuevo. Las pirañas,
como buenas criaturas furtivas e implacables,
se arremolinan en torno a los cardúmenes a esperar
sin ansiedad que caiga la presa. Se les ha perdonado la vida
a los zorros grises, a las corzuelas, está prohibido
divertirse a expensas de su terror y de su intento
desesperado e inútil de camuflarse en la maleza. Vos y yo
fuimos criaturas salvajes que no corrieron la misma suerte:
solo al resguardo de la mirada ajena
pudimos andar al aire libre sin que una mordedura
insidiosa, inesperada, nos arrancara
la alegría del cuerpo. No teníamos miedo, sin embargo.
Rapiñábamos el alimento que nos era negado, corríamos como locos
huyendo del tiempo que ya estaba llegando,
el tiempo en que seríamos separados por la ley que determina
que las únicas pasiones posibles entre dos chicos
-o dos hombres-
son la saña, la ira, la violencia. ¿Cómo fue que escapamos,
qué descuido del cazador nos dejó libres,
cómo fue que en el pecho sobrevivió un amor
certero como la piedra que podría
habernos derribado de un solo tiro?
Yo no sé cómo hacemos las personas
que no estábamos destinadas a existir
para mantenernos vivos. Quizás por la fuerza
irreprimible que se produce al reunirnos,
al dejar de ser cada uno
la bestia solitaria, única en su especie, que nació preparada
desde su nacimiento para ser extinguida.
Referencias fílmicas:
Tomboy, Céline Sciamma, Francia, 2011.
La venganza, Hævnen, Susanne Bier, Dinamarca, 2010.
La luz de la luna, Moonlight, Barry Jenkins, Estados Unidos, 2016.
Ella, Her, Spike Jonze, Estados Unidos, 2013.
Cerezos en flor, Kirschblüten – Hanami,Doris Dörrie, Alemania, 2008.
Esteros, Papu Curotto, Argentina, 2016.
Claudia Masin nació en Resistencia, Chaco, en 1972. Vive desde 1990 en Buenos Aires. Coordina talleres de escritura. Publicó Bizarría, Geología, La vista, Abrigo, La plenitud, entre otros. Textos suyos han sido traducidos al francés, inglés, portugués e italiano. Participó en varias antologías de poesía y ensayo, en su país y en el exterior.Los poemas seleccionados pertenecen a su nuevo poemario: Lo intacto.