La rabia - Flor Defelippe
La tierra otra vez
¿Ves esta calle, este asfalto
prolijo y derecho, sin pozos
que sobresalten la llegada? Antes
todo esto era de tierra
no una tierra fértil sino una
hecha de roca y polvo que el viento
traía a nuestros ojos como una maldición.
Entonces nos dejábamos lamer
por ese polvo y el calor y venía
un olor a barro, a pasto seco
que se impregnaba en la ropa
y costaba olvidar. Esa tierra difícil
nos dejaba un paréntesis oscuro
debajo de las uñas
las caras rojas
y las piernas
raspadas durante días.
Bastaba que se borren
esas huellas en el cuerpo y todo
volvía a comenzar: el viaje, el sauce,
el auto y la tierra, otra vez
la tierra.
Después, el tiempo y la brea
harían todo lo demás.
La rabia
Es domingo y la plaza
comienza a ser abandonada.
Una sombra se proyecta en la pared, descuelga
la ropa estirada, anuncia:
algo imperdible está pasando afuera.
Unos chicos pican la pelota contra un paredón
se resisten a la oscuridad. Van y vienen
con ritmo constante
sin aquietar el juego:
nadie puede sacarles la rabia,
esa idea salvaje de los ojos.
Los objetos
Hablamos y giramos
las cabezas en la almohada
la planta del pie en el frío y el frío
en cada rincón de la casa
miramos la ventana abierta, pensamos si será
ese punto de fuga en el cielo
lo único real entre nosotros
hacemos el amor
con movimientos blancos y pausados
crecemos valientes un instante y podríamos ir ahora:
decir al mundo sobre el miedo, esa mentira.
Pero ahí nos quedamos
contemplamos el espacio
ocupado poco a poco por la oscuridad,
las manchas negras, los objetos
que olvidamos y se cubren
abandonados al descuido.
Los días que pasamos encendiendo el fuego
Al principio era el río esa forma, el ritmo marcando
una dirección, el arrullo lento de las olas, lenguas
de agua dulce lamiendo nuestra orilla.
Los días inmersos en la calma irrevocable
no se distinguían de las noches y el sol
podía ser también la luna clara o roja o apenas
un gajito de luz débil en el cielo
surcado por su franja amontonada de estrellas.
Había más:
el silencio de la siesta, el aroma
de los eucaliptus, sus hojas crujientes y el grito
de la calandria partiendo en dos la tarde.
Veníamos cuidando de las cosas pequeñas del hogar
como el fuego que encendimos y creímos controlar y sin embargo
fue creciendo por dentro y fuera de nosotros. Hicimos todo
con el amor de quien hace las cosas para siempre, porque no hay
muerte en la naturaleza y lo que el fuego
se llevó sigue su curso, como las raíces irrumpen
abriéndose paso entre la tierra o la última respiración de un pájaro
que sigue latiendo en la palma de mi mano.
Antes de partir abrasé los días que pasamos
encendiendo el fuego, esos días
que seguramente compusieron
la trama más feliz que conocimos:
ya no habría más
días como aquéllos.
Luego cayó el tiempo sobre el cuerpo:
una gota que deforma la superficie de la roca y destruye
todo lo que había de roca en ella. Fueron
lentamente removidas nuestras huellas y
las cosas que hasta entonces nos rodeaban se fueron clausurando
detrás del candado y de la puerta verde de la casa.
Flor Defelippe (Buenos Aires, 1982) es licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Publicó los libros de poesía Parrhesia (2009) y Las malas elecciones (2014). Escribió ensayos y reseñas para distintas revistas académicas y literarias, y poemas suyos han sido traducidos al inglés y al portugués. Desde el 2016, coordina el ciclo de poesía El bosque sutil junto a Verónica Pérez Arango y participa como editora en la revista de literatura argentina El Ansia, dirigida por José María Brindisi.