El empleo del tiempo. Poesía y contingencia - Carlos Battilana

Estela Figueroa: la pequeña intimidad

            La poesía de Estela Figueroa (Santa Fe, 1946), autora de Máscaras sueltas (1985), A capella (1991) y ahora de La forastera (2007), revela una voz distante del énfasis y proyecta, literalmente, las huellas de una experiencia real. A pesar de su consistencia, su visibilidad es escasa en el ámbito de la poesía argentina.[1] Posiblemente este dato sea significativo en la construcción de esta obra, que se describe a sí misma como “pequeña”. Más que como un hecho deceptivo, esta condición se la revindica como necesaria en tanto la conduce al registro de una “intimidad”, lejos del ajetreo y la avidez.

            Dos tipos de poemas recorren temáticamente este libro. Por un lado, están los poemas que refieren el movimiento minúsculo de los días y algunos episodios cotidianos como signos del paso del tiempo; por otro lado, los poemas que refieren la tristeza y la depresión de un yo lírico que no cesa de pensar en la muerte.            La tapa del volumen contiene una fotografía. La imagen corresponde a la figura de la propia autora sentada en el borde de una bañera. Es una foto que, según la expresión habitual, “salió movida”. La poesía de Figueroa parece captar ese movimiento que se desprende de un orden cronológico invariable y que recupera la vivencia de un tiempo otro. Se distancia así de una concepción asociada al resultado de un objetivo. Estos poemas abordan ese tiempo que transcurre “sin ton ni son”, y que, sin embargo, no se olvida tan fácilmente; o que resulta imborrable en tanto se alimenta de una percepción que se desvía de los parámetros de la exigencia y se demora en la distracción. Muchos de los títulos de los poemas hacen referencia al tiempo (“Principios de febrero”, “Un atardecer de abril después de una separación”, “Fin de año”, “A cinco meses de la inundación”, “Caminando bajo la llovizna en una noche de junio”). El tiempo no sólo se halla tamizado por la subjetividad de quien enuncia, sino que también es el marco en el que se intenta escribir la huella de una intimidad fugada de la cronología presuntamente objetiva del calendario.

            La pasión por lo pequeño, el registro de escenas correspondientes a una existencia que por momentos –usando otra metáfora habitual– transcurre a media máquina, sin el despliegue de toda su energía, es lo más curioso y conmovedor del libro. Estos textos notifican una experiencia tangible, cercana. Su apuesta reside en ese poder comunicativo que, sin embargo, no deja de sostenerse en un discurso de cierta complejidad retórica. El efecto comunicativo se logra mediante un trabajo que consiste en el uso de términos asociados a una lengua de registro medio, sin un hermetismo exagerado ni un coloquialismo extremo; también mediante el recorte de escenas cotidianas, como por ejemplo regar las plantas, dar de comer a los gatos, o charlar descalza en los patios durante el verano, escenas que resultan, finalmente, las más significativas en la experiencia del yo lírico. En ocasiones aparecen algunos axiomas o sentencias; en otras, un particular uso de la puntuación interrumpe versos sucesivos o habilita una exposición relativamente larga.

            Llama la atención en el libro la presencia del poeta santafesino Juan Manuel Inchauspe bajo la forma del homenaje y como personaje de alguno de los poemas. Estela Figueroa había propiciado en el año 1994 la publicación de la Poesía completa de Inchauspe a través de la editorial de la Universidad Nacional del Litoral, donde consta un prólogo de su autoría. Menciono este dato porque el fraseo narrativo se vincula con aquella poesía o, mejor, con esa clase de poetas que conciben el lirismo como un canto oscuro sin locuciones abstractas ni enunciados grandilocuentes. La poeta reconoció el vínculo en un poema que le dedicó: “A Manuel Inchauspe, en el hospicio”. Si hablamos de lirismo en la poesía de Estela Figueroa, es porque produce el efecto de un susurro intenso, construido con vocablos y experiencias tangibles. Esta operación promueve una lengua que resulta un indicio concreto de las cosas pero, al mismo tiempo, se despega de la obsesión objetivista de la descripción en tanto se permite la mirada reflexiva, la digresión y una suerte de confesión resignada acerca de la perplejidad del mundo.

            La forastera es una colección de poemas que, aparentemente, no se concibieron como unidad, sino que la circunstancia de la publicación del libro permitió su reunión. Los poemas responden a distintos estímulos, situaciones de vida, períodos e, incluso, distintas formas textuales. Sin embargo, hay una articulación subterránea que se mantiene invariable: un sujeto lírico alejado de la altisonancia y una reflexión que no deja de evocar la presencia del tiempo y de la muerte en el interior de las personas y de los objetos: “Es una visita que ya no vendrá/ como no sea en sueños./ Es una casa a la que nunca más iremos/ como no sea con la imaginación.//De aquel domingo del invierno pasado/ en que tres amigos comimos torta ‘con sabor a infancia’ /–como dijimos– / y tomamos té con canela/ soy la única sobreviviente”.

            Como si el título del libro indicara que esta poesía se construye gravitando sobre su propio eje, sustraída de discursos literarios hegemónicos, los poemas de Figueroa fluyen pacíficamente, concentrados en sí mismos, atentos al modo en que una vida transcurre lentamente, atenaceada por la desesperación, resguardada en la ética de una voz leve y precisa que no se permite declamar desaforadamente su tormento. Si esta poesía resulta forastera de algo, es de los consensos y de las modas estéticas. Esta obra “pequeña” recuerda que, en los pliegues de la literatura, hay voces que habilitan un espacio para la entonación personal y el lenguaje propio como condición necesaria de la existencia real de la poesía.

 

Un poema: “Abril” [2]

 

El año pasado

por este mes

me compré un bolso

que tenía muchos compartimientos.

 

Me acompañó un año.

El año más atroz de mi vida.

Pero para qué extenderse

en una descripción de situaciones

que reclaman olvido.

 

Este año el cierre se rompió

y compré otro.

Ya sin compartimientos

y del mismo color.

 

Pasaron unos días

hasta que llegó el momento de la ceremonia.

Sobre la colcha floreada de mi cama

vacié el bolso viejo.

Todos sus compartimientos.

 

Aparecieron recibos de sueldo

propagandas de distintos comercios

remedios

boletos de ómnibus

una libreta en blanco

mi documento de identidad

monedas

y una carta enviada desde Madrid

donde un joven me escribe

que momentáneamente está allí

que todas las noches

piensa en mí que

fue una pena que

sabré de él por

otra carta o…

 

He orado

por él

por mí.

Bolso de la vida:

sé benévolo.

 

¿Qué me gusta de la poesía de Figueroa? Su transparencia. ¿Qué significa transparencia en poesía? Un lenguaje instrumental que designa objetos, personas, que cuenta historias y que, al mismo tiempo, habla de sí mismo. La transparencia es el enigma de esta poesía. Los poemas de Figueroa narran una historia, generalmente ínfima, que se asocia a una anécdota personal: una caminata nocturna, una visita a un amigo, un recorrido por un álbum de viejas fotografías, la preparación de su hija para salir (un texto que nos recuerda a “Mi hija se viste y sale”, el famoso poema de Joaquín Giannuzzi). Sin embargo, en ese relato de historias mínimas, las palabras del poema no dejan de interrogarse sobre sus condiciones de posibilidad en relación con el sentido. Es cierto que varios de los poemas hablan del oficio poético. Pero no por eso las palabras adquieren registro autónomo, no por eso, al mismo tiempo que hablan de un referente, se designan a sí mismas como piezas independientes. El despliegue de un hilo narrativo es frecuente en la poesía de Figueroa. Cada vocablo se usa en función de la pequeña historia que se cuenta, de eso no hay dudas. No obstante, al leer sus poemas, se percibe –casi de manera física– el peso de cada palabra, como si ellas fueran leves materias, o como si los vocablos del poema no sólo nombraran una anécdota, sino que la acompañaran a través de su propia proyección como signos. Los poemas de Figueroa son una suerte de caja acústica tenuemente rumorosa que va desencadenando, de manera inesperada, una reflexión tremenda, objetiva y atroz. A la manera de una luz oscura y un poco insondable, estos poemas remiten a la sencillez de los vocablos (lo que acaso se podría llamar el “artificio de la sencillez”), una categoría estética que se construye cuando los vocablos han pasado por un potente grado de combustión y, finalmente, regresan a su carácter comunicativo.

            Veamos el poema “Abril”. La mayoría de los verbos del poema se hallan en pretérito, verbos habituales del género narrativo. El poema cuenta una historia sobre un bolso que se rompió y sobre su contenido (remedios, recibos de sueldo, monedas, documentos, boletos de ómnibus, una carta de ultramar, etc). Progresivamente percibimos que el bolso del que se habla –“el bolso viejo”– se transfigura y remite al “bolso de la vida”. Allí descubrimos que la sucesión de hechos que se narran, en su parca precisión, va desmadejando una suerte de plegaria final, casi una oración profana en modo imperativo que tiene mucho de ternura y, también, de piedad: “sé benévolo”. En función de ese final, inesperado, el poema transita por acontecimientos, en apariencia, menores y, al mismo tiempo, los va sorteando. Los pequeños sucesos contados de manera minuciosa son el sustento de ese final, su condición necesaria. El poema designa un objeto concreto que resulta significativo para el yo poético y, a través de él, quiere decirnos algo más. Es paradójica la escritura de Estela Figueroa: el sentido se expande y, sin embargo, las palabras afirman su precisión y su exactitud en un arco oscilante entre la acepción literal y la pluralidad de la metáfora.

Carlos Battilana

 

[1] En el año 2016, la editorial Bajo la Luna publicó la obra poética de Estela Figueroa con el título El hada que no invitaron, donde se reúnen sus cuatro libros: Máscaras sueltas, A capella, La forastera y Profesión: sus labores. Este libro promovió una adhesión favorable de la crítica y permitió el encuentro con un caudal importante de lectores.

[2] Este poema, perteneciente a la primera edición de La forastera, no fue incluido en la obra poética reunida de Estela Figueroa, El hada que no invitaron.

 

El empleo del tiempo - Contratapa

Acaso escribir sea un modo de caminar. Carlos Battilana recorre en este libro las zonas en que la poesía se construye, se escribe, y a la vez se ubica en un límite: busca una materia y un cuerpo. Desmenuza el poema en una serie de textos que oscilan entre la memoria y el ensayo. Lo ubica en un hiato donde está la memoria de las lecturas de la poesía latinoamericana (está Darío, está Martí, está Vallejo), están las transmisiones de los partidos de San Lorenzo, está el fraseo del tango y están algunas fulguraciones clásicas del rock argentino. 

En el ensayo que le dedica a Rubén Darío, Carlos Battilana recuerda que una de las primeras veces que leyó el nombre del poeta nicaragüense fue en el cartel de una de las paradas de la línea de tren que sale de la estación de Chacarita, se interna en la provincia y pasa por Hurlingham. Quizá el libro como un todo puede cifrarse en ese microcosmos. Todo ensayo es un discurso en movimiento que en algún momento, como todo tren,  encuentra su ritmo, su traqueteo. Los textos de Battilana nos llevan a lugares en los que la poesía (la suya y la de los poetas que ama, y que a través de sus escritos nos hace amar) busca una materia. Discurren en una zona de contacto en la que los versos muestran su condición de dicciones y de gestos, y desde allí nos interpelan.

Este libro es además un recorrido personal y lúcido por algunas estaciones de la poesía escrita en la Argentina desde los años noventa en adelante, de la que Battilana es un atento lector. En esas lecturas se plantea un desvío y, al mismo tiempo, un regreso a la tópica de la poesía de los noventa, y lee ese objeto ya canónico desde su revés. “En el caso de los buenos poemas, las palabras regresan a la lengua, a la voz del lenguaje con una fuerza nueva”, leemos en uno de los ensayos. Fiel a esta idea, Battilana vuelve en este libro sobre algunos de los elementos que fueron armando su escritura desde hace ya veinte años: una escritura que se mueve entre dos modos, la poesía y el ensayo, que más que dos géneros, para Battilana son dos compases, dos ritmos, dos velocidades con las que emprender un viaje.

                                                                                  

Diego Bentivegna

 

El empleo del tiempo - Presentación

Estos ensayos de poeta, que pertenecen a Carlos Battilana, me traen un autor de muchos planos, un escritor que explora varios territorios y habla. Aunque pueda parecer cursi tengo que decir, que, por supuesto, Carlos escribe ensayos muy poéticos. Y de alguna manera, es creo porque Carlos es muy ensayístico en su poesía. Pero que se entienda bien, no se trata de la hibridación de los géneros, de la unión de los formatos, de la porosidad de las tramas textuales: No. Se trata de que el poeta usa el ensayo y de que el ensayista usa la poesía. Es decir, se trata de caminos del trabajo intelectual que se van organizando en una escenario multifacético. Hay algo que siempre me convocó particularmente de la poesía de Carlos y es que se trata de poemas altamente argumentativos, poemas que trabajan con hipótesis, indagan el mundo con metodología de investigación. No parece, porque son breves y sencillos y no solemos asociar lo breve y lo sencillo con la investigación. Sin embargo, ese gesto articulador los construye. Asocio su poesía con aquellas palabras de Borges: “¡Oh dicha de entender! Mayor que la de imaginar y que la de sentir!”.

En este libro, Carlos invierte los términos: escribe ensayos, artículos, reseñas con ciertos recursos de la poesía: susurros, elipsis, descripción, condensación. Y allí se va jugando esa trama que él define así: “Realizar tareas lejos del ruido y el ajetreo colectivos, trabajar de manera disciplinada en función del capital, desoír las apelaciones, los mandatos o los requerimientos ajenos en busca de un ritmo propio, son usos posibles del tiempo”. A continuación, su primer movimiento en la apertura del libro será diferenciar lucro, eficacia y enajenación. En estas pequeñas pesadillas de la vida cotidiana, el ensayista (¿o debemos decir el poeta?) se pregunta “¿Qué hacemos con las horas?” En una interrogación de autobiografía colectiva Carlos propone que “la experiencia de la poesía parece interrumpir la inercia de las horas a favor de un vértigo que interroga de modo frontal los usos lucrativos del tiempo fogoneados por el mercado” para rematar “La poesía parece interrogar sin énfasis ni estridencias espasmódicas a los cuerpos tallados bajo los dispositivos del capital”.

En este sentido, cabe preguntarnos qué hace el poeta (¿o debemos decir el ensayista?) con las horas. Esta pregunta de escritura crítica y de sesgo autorreferencial, podría formularse de otra manera ¿Cómo se despliega el oficio de la escritura en la secuencia de las horas? o ¿cómo ser un escritor poeta durante las horas de una vida? Nadie es invitado ni autorizado a ser poeta, más bien todo lo contrario. La respuesta a esta pregunta puede leerse en los textos aquí reunidos pero sobre todo en el gesto de reunirlos. Battilana reúne escritura de todos estos años para explicarnos en qué usó el tiempo: en la poesía, en la enseñanza, en el tango, en el fútbol, en el flaco Spinetta, en leer a Juan Manuel Inchauspe, a Darío Cantón, a Liliana Ponce, a Estela Figueroa, a Jorge Leónidas Escudero y a otros muchos. Por suerte, asisitimos aquí a una constatación: Battilana no ha perdido el tiempo, más bien lo ha vuelto “pequeños pasos”, como dice en uno de sus poemas de Materia (2010): “(...) escruta con alguna oportunidad nuestros pequeños pasos”.

En El empleo del tiempo, además de hablar sobre el oficio de la poesía, Battilana habla sobre el oficio de la enseñanza. Comprobamos que ambas son sus prácticas constitutivas. En ademán antiépico, Battilana ensaya una nueva teoría de la inspiración no menos solemne que la que quiere desanudar: “escribir no es una sombra de la fatalidad, ni siquiera es una plataforma, es más bien una vocecita pesimista”. Y sobre la enseñanza dice: “Lo plural como una forma de volver significativos nuestro pensamiento y nuestra práctica. Aún a riesgo de repetir un trillado tópico de la crítica, digo que la literatura se me ha vuelto cuerpo y el cuerpo literatura. Enseñar, leer, escribir, entonces, serán formas por las que se prolonga un cuerpo tensionado, múltiple, maltrecho, pero no resignado”.

En “El lenguaje de los abrazos” Battilana nos conduce -cauteloso-, a la historia de su hijo Marcos. Cuenta allí que él y su esposa Cristina decidieron comprarle al hijo un diccionario. Lo pensaban como un libro para el futuro -según el narrador/ensayista/autobiógrafo/poeta/padre-, esto es: como una reserva llena de palabras, acepciones y símbolos. Finalmente, ese valioso regalo iba a tener otro sentido en la historia narrada porque ¿qué significa regalarle un diccionario al hijo? ¿Cuál es su sentido? ¿Presentarle un mundo al que luego iba a acceder? En la relación entre padre e hijo no hizo falta el diccionario porque ese mundo del padre fue lejano para el hijo y en su lugar la comunicación se establece de otra forma: “Ambos nos observamos, conociéndonos a través de una invisible y antigua señal”.

He aquí el empleo del tiempo de nuestro escritor: un tiempo que no rinde, más que en la espesa temporalidad anticapitalista, y que le permite velar por invisibles y antiguas señales que conectan a los seres entre sí y con el mundo.

Claudia Torre

San Telmo, 18-11-17