Cien estatuas de Jizo - Miguel Sardegna

Una hamaca de madera cuelga de la rama más vigorosa. El viento ha perdido fuerza: se oculta ahora, agazapado y expectante.

Como una presencia silenciosa, piensa él.

—¿En esta misma hamaca jugabas con el tío Haruto, oto-san? —le pregunta Akiko, y retira la nieve y se sienta como toda una dama.

La excitación la ha vuelto conversadora. Por primera vez, su padre ha accedido a traerla en tren en este viaje que hace cada Año Nuevo a la ciudad de Nikko, de regreso al Sendero de las Cien Estatuas. La hamaca con fuerza y se siente de nuevo un niño, como cuando escapaban de esa misma posada con Haruto para jugar a las escondidas, vigilados por las estatuas.

La leyenda asegura que esas estatuas protegen a los niños que mueren antes que sus padres. Que lo protegen al tío Haruto, fallecido mucho antes de que Akiko naciera.

Él no recuerda la hamaca, pero ya debía estar en la posada en aquel entonces, piensa, y debía ser ésta misma con la que ahora se divierte Akiko.

Le cuesta aceptar que han pasado… ¿Cuántos? ¿Veinte? ¿Quince años? Si todo permanece igual: el mismo letrero de la entrada que dice “Goyomon” con los antiguos kanjis que ya nadie puede leer, el grabado sobre la madera, la caligrafía de los trazos. No hay hamacas en su memoria, pero le gusta creer que su recuerdo más antiguo perpetúa la imagen de una tarde cayendo a lo lejos, contra los árboles, y ellos dos —su hermanito y él, de ocho y diez años— corriendo detrás del puente, entre las estatuas.

Bajo la mirada de las estatuas.

—¿Podemos ir a verlas ahora? —insiste Akiko desde la hamaca, acompañando con las piernas el impulso—. ¿Podemos, podemos?

—Ya es tarde. Mañana iremos y les llevaremos flores.

—Cuéntame de nuevo la historia, oto-san. Por favor, ¿sí?

—Lo llaman el Sendero de las Cien Estatuas —él detiene la hamaca, se para delante de ella para verla a la cara—. Son cien figuras del bodhisattva Jizo, de frente al acantilado, todas en línea. Simulan mirar al río Daiya, que baja furioso. Pero en realidad se las ha dispuesto así para que puedan observar a los viajeros cuando atraviesan el sendero. Cuenta la leyenda que no son estatuas ordinarias, sino estatuas...

—¿Fantasmas? —interrumpe Akiko con los ojos bien grandes, como si fuera la primera vez que escucha la historia—. ¿Estatuas fantasmas?

—Estatuas fantasmas, sí. Algunos dicen que son cien. Otros han llegado a afirmar que son muchas menos… Ochenta, ochenta y cinco. Nadie se pone de acuerdo. ¿Sabes por qué, Akiko?

Akiko dice que no con la cabeza.

—Porque es imposible contarlas. Las estatuas no se quedan quietas, les gusta jugar. Cuando nadie las ve, se mueven. Pero mañana, cuando nos internemos en el sendero, las contaremos con cuidado.

—¡Y las volveremos a contar al regreso! —termina Akiko, entusiasmada.

—Ahora vamos adentro, nieva cada vez más.

 

Cada Año Nuevo que él pasa en la posada, regresa a su infancia. Bajo las sábanas, distrae el insomnio mirando la ventana del rincón. El fulgor blanco de la nevada le recuerda esa pelea por un autito de lata que Haruto le había quitado. Y entra al bosque, intuye las huellas solitarias en la nieve. Juega una vez más a las escondidas, como aquella última vez, hace ya más de veinte años, cuando Haruto se perdió, cuando desapareció del mundo.

—¿Dónde estás, Haruto? ¿Dónde te escondes?

Durante el año, se olvida cuánto extraña a su hermanito. Con cada regreso a la hostería, la vorágine de recuerdos lo alcanza. ¿Por qué vuelve, entonces, si sólo hay dolor en aquel paraje? Él no sabría explicarlo. Vuelve porque sabe que debe volver.

Por la ventana descubre una mañana nevada. Oye los pasitos de Akiko, que viene a rescatarlo de sus cavilaciones:

—Es tiempo de levantarse.

Sí, piensa él. Ya es tiempo.

Se abrigan para enfrentar el frío de enero, y salen. Bordean la carretera paralela al río, cruzan el viejo puente y se internan en el bosque de cedros.

Adelante esperan las estatuas, todas vestidas con gorritos y baberos rojos, salpicados del blanco de la nieve. Incluso les han dejado juguetes los viajeros.

Akiko no necesita preguntar: sabe que el rojo ahuyenta a los demonios, y que los regalos son ofrendas a los niños muertos. Ve latitas de refrescos, un peluche de Doraemon.

Doce, trece, catorce… él cuenta como si jugara a la escondida. Cuenta los años sin Haruto.

Ve cómo Akiko corre hacia las estatuas, dejándolo atrás. Una en particular ha llamado su atención, apenas guarecida por un pequeño paraguas de Hello Kitty, la tela abombada bajo el peso del aguanieve. Ella se pone en puntas de pie y retira la nieve del paragüitas. Cierra los puños: seguramente el frío se le ha colado por sus guantes, un dedo de cada color. Y pronto Akiko se distrae con otra estatua.

—Oto-san, oto-san —lo llama haciendo señas—. ¿Por qué ella no tiene nieve?

Él advierte la estatua apenas unos pasos adelante. Se acerca para observarla mejor.

¿Qué ha sucedido? Se le ocurre explicarle a Akiko que los altos cedros la han protegido del viento, que sus ramas la han abrigado de la nieve. Pero no, sabe que es mentira. Aquella estatua no ha pasado la noche allí. Se ha movido, así de simple. ¿Con cuántos viajeros habrá jugado a las escondidas?

Él baja la vista: hay algo ahí, en el pedestal de roca virgen. Reconoce esos colores, pero no… no puede ser. El autito de latón. Con su carcasa roja y amarilla. A los lados, aparece el “35” encerrado en un círculo. Lo sopesa en la mano, lo pone a la altura de sus ojos. Tiene algunos rayones y le falta una de las ruedas traseras.

Apoya la mano libre en la estatua. Los años han erosionado la piedra, le cuesta distinguir los ojos y la nariz.

—Por fin te encuentro —dice, y sonríe.

 

Miguel Sardegna nació en 1978 en Buenos Aires. Es abogado, docente universitario y jugador de ajedrez. Publicó el libro de cuentos Horario de oficina, en la colección Exposición de la actual narrativa rioplatense y Hojas que caen sobre otras hojas, en la editorial Conejos. Ese libro obtuvo el Primer Premio Municipal Ciudad de Buenos Aires en la categoría libro de cuentos inédito, bienio 2010-2011. Sufrió los cambios naturales que le imprime el paso del tiempo antes de ser publicado por Conejos en 2017. Su novela Los años tristes de Kawabata obtuvo la Primera Mención en el Premio Clarín de Novela 2016.