El día era claro como el vidrio de un cielo azul - Guido M. Delía
Salí a ayudar a mi abuela a levantar cajas
Salí a ayudar a mi abuela a levantar cajas
y no sabía qué tan pesadas podían ser
ni tampoco cuántas eran o qué era lo que contenían
en su interior. Lo que sí sabía, era que ella, me necesitaba
porque no podía levantar ese peso. En la casa encontré unas siete
pero solamente cinco fueron las que llevé al cuartito de enfrente.
Allí, había tirado, un calefón. Y cosas que no pude llegar a ver.
Fue el desorden del cuarto lo único que me gustó encontrar en esa habitación.
Después volví, con mi abuela, a su departamento. Me lavé con jabón las manos
y ella, sin saberlo, olvidó su dentífrico; que no podría usar luego, de comer afuera conmigo.
En el restaurante nos mirábamos y respondimos a la vez: Sí, el diario es de nosotros.
Lo veía todo desde la esquina. Estábamos adentro, comiendo milanesa napolitana y
peceto con ensalada. En la puerta una joven, con su bebé. Sobre el mostrador, un par de cubiertos que plateados ellos, me iluminaban la cara.
El día era claro como el vidrio de un cielo azul. Todos caminaban con portafolios, sobres, papeles, y biromes. Yo, seguía comiendo, hablando del trato a las personas
que queremos.
Rapallo es el nombre de mi heladería
Rapallo es el nombre de mi heladería.
Tiene más gustos que ninguna otra.
Puedo comer todas las frutas y cremas
porque soy el dueño. Pero este es mi sueño
en realidad, Rapallo, es la heladería donde
tomaba helado. Ahora Freddo es su competidora.
Aquí voy a comprar porque las promociones de Farmacity
que consigo, me benefician. Tengo una sensación
haciendo la cola: que estoy traicionando a mi heladería.
En ella comía dos gustos: dulce de leche granizado abajo
y frutilla a la crema arriba. Me iba a la plazoleta de Hipolito Irygoyen
y me sentaba. Descansaba de estudiar. Y con el uniforme del colegio puesto
me distraía. Veía pasar los coches, la gente, mientras devoraba la frutilla.
Aún tengo ganas de volver a comprar en Rapallo. Puedo hacerlo. Tengo que hacerlo.
Con mi sueño
Mi vida es siempre la misma,
me levanto y tomo café,
luego me acuesto nuevamente
y sigo, durmiendo. Tengo un sueño
que cada vez que lo consigo soy feliz:
estar acostado sin nada para hacer.
¿Decime lo bueno o malo de esto?
Yo quiero que todos tengan el mismo sueño:
dormir y despertar, para tomar café.
Sigo en donde estoy con la cara limpia
y brazos gordos. Siento perder el tiempo así.
Pero no. Estoy con mi sueño. Y ahí es donde logro
por un momento dormir, junto a ella, con las sábanas blancas
y la remera en el suelo. Acariciando su cuerpo, devolviéndole,
tan solo algo de gratitud.
¿Cuánta gente tiene miedo?
¿Cuánta gente tiene miedo?
Yo soy el primero en decidir lo que soy:
un pasajero que no entiende nada de normas
que me impone este lugar. Siempre en la vereda
siempre en la columna apoyado. Siempre entre vecinos
que tampoco entienden. Siempre con la cerveza
en encuentros nocturnos. Siempre alzando la voz
en la noche. Siempre con el dolor en mi pecho.
Siempre estoy en un círculo al que no puedo romper.
Siempre con muñecas y bronce. Siempre jugando
a que la vida no mata. Siempre con el llanto de la distancia
que calma un cielo ausente. Siempre con miedo.
Qué hora es pregunté
En tu auto, chico, cómodo y con bollos en puertas
paragolpes y techo; no pude tener tiempo de ver
qué hora marcaba el reloj. Sí, era tarde, muy tarde
para volver a casa. Un diario decía: “Macri se quitó responsabilidad:
ocho puso de nota a su gobierno”. El canillita me lo sacó
y la mano se incendió con fuego. Me desperté. Era el mediodía cuando
un pájaro sobrevoló mi ventana. Decidí levantar mi cuerpo
y la cama erizó su columna. Una mosca me zumbaba la oreja.
El cuerpo y la cama, dije. ¡Qué gran comparación para escribir!
Es de noche y la temperatura bajó. Vos me sigues llevando.
El auto no frena. Tu esposa atrás amamanta al niño Vicente.
Qué hora es pregunté.
Nada tiene sentido
Hoy conocí a los hombres de mi casa.
Estaban en plena construcción de ella.
Son de Paraguay y sus nombres no conozco.
Al llegar vi que estaban en cuero. Hacía calor.
El día no tenía cielo celeste. Y las nubes grises
comunicaban que llovería.
Un tiempo atrás también tuve que decidirme
si hacer un placar o una silla. En casa no hay constructores.
Hay gente que porta cinturón, traje con corbata
y un portafolio. En mi casa hay niñas de vestidos.
Mi hermana hace pilates y mi madre nada.
Yo tampoco soy ingeniero. Hago como si trabajase.
Tampoco tengo capacidad para levantar paredes.
Escribo. Soy un poco menos que un laburante.
Tengo alma de niño o de niña que se las ingenió para caminar
sola por la terraza. Atravesando ramas y barandas de metal.
Pero ¿qué otra profesión más linda que la de levantar paredes
cuando todo ya se construyó sin sentido?
Todo tiene que servir. Nada está preparado para que no tenga relación.
Todo está bien o mal pero nada incorporado a algo.
¿Es esto vivir entonces? ¿Que nada sea parte de algo? ¿O que nada sea mío?
Guido M. Delía nació en Buenos Aires, Capital Federal. Tiene 29 años. Es estudiante de Lengua y Literatura en el Profesorado Joaquín V. González y en el 2015 fue primera mención del Concurso Literario Tropos Literato. También, publicó en las antologías del Rayo Verde. Asiste al taller del poeta Osvaldo Bossi.