Las estrellas celosas - Osvaldo Bossi
Las estrellas celosasnos mirarán pasarGardel y Lepera
Escucho ruidos en la cocina. Al principio pienso que es en otro departamento, pero después me doy cuenta que no. Es acá. Como si alguien abriera las puertas de la alacena, o revolviera los cajones y buscara algo.
Sobre la mesita de noche, estiro la mano y busco el interruptor de la luz.
Los ruidos se detienen, pero enseguida vuelven, sin ninguna exasperación ni violencia. Casi no son ruidos. Se parecen, más bien, a un murmullo, un zumbido. Algo que, en todo caso, me llega desde muy lejos, como a través de un vidrio, una ventana herméticamente cerrada.
Salgo de la cama y camino, descalzo, hasta la cocina. Despacio, como si en lugar de llegar y averiguarlo, quisiera comprender antes. Un detalle que lo descubra ante mis ojos y lo anticipe. Pero no hay caso. Los ruidos se acercan, se alejan. Yo mismo, a medida que me acerco, pareciera que me alejo también.
Cuando llego, veo al muchacho. Su espalda en realidad, sus manos, revolviendo el cajón de los cubiertos. Me apoyo contra el marco de la puerta, es un segundo, y él se da vuelta. La bombilla del mate en una mano, triunfante, me dice “acá está”. Los ojos achinados, brillosos, igual que siempre.
¿Te desperté? Disculpame, pero me dieron ganas de tomarme unos mates y no encontraba la bombilla.
No te preocupes. En realidad, a esta hora casi siempre me despierto. No duermo bien últimamente.
El muchacho levanta la tapa de la pava para medir si el agua está lo suficientemente caliente, y hace lo de siempre. Echa un chorrito, cerca de la bombilla. De la yerba sube un mínimo vapor. El muchacho apoya los labios, prueba.
Ya casi está, dice.
Ahí hay un termo, le señalo.
Mira el termo como si no supiera para qué sirve.
Apaga la hornalla de la cocina.
Me mira.
¿Estás sorprendido de verme?
Un poco.
Pensé en avisarte, pero mejor me pareció venir así.
¿Cómo pensabas avisarme?
Algo se me iba a ocurrir.
No entiendo.
Tenés un balcón, ¿no? Es la primera vez que estoy en un departamento. Es lindo, pero muy chico. Me falta el aire, no sé. O soy yo, que no puedo estar encerrado.
A mí, todo lo contrario. Me hace sentir protegido.
El muchacho se queda mirándome, con la misma mirada de incomprensión que un momento antes tuvo para el termo.
Se ríe.
Siempre fuimos distintos, dice.
Agarra la pava y el mate y se dirige al balcón, el pequeño balcón que da a la calle, sobre la avenida.
Sopla una brisa fresca, desde el río. Casi no hay autos, o muy pocos.
El muchacho se sienta sobre una de las reposeras y me señala la otra para que haga lo mismo. Carga el mate y luego apoya la pava en el suelo.
Chupa de la bombilla y mira la ciudad.
La brisa, que corre, le mueve apenas el pelo sobre la frente. De pronto, busca en el bolsillo de la camisa el paquete de cigarrillos y me ofrece uno.
Le digo que no fumo.
Yo no puedo dejar este vicio, dice.
Pienso que todavía estoy a tiempo. Puedo volver a la cama y dormirme, y al despertar, seguramente, el muchacho ya habrá desaparecido. Pero por alguna razón, me quedo.
Miro la noche; lo miro.
El muchacho fuma de su cigarrillo, ceba otro mate y me lo entrega
Está fuerte.
Es amargo.
Va a decir algo, pero se calla.
Ríe.
Ahora vuelvo, me voy a poner un pantalón, le explico.
Estás muy flaco. ¿Comés bien, vos?
Ahora vuelvo.
Mientras me pongo el pantalón, se me da por pensar: No puede ser él, todo esto es un sueño. Seguramente ahora vuelvo y ya no está.
Pero está.
Sentado en el balcón de mi departamento, fuma y se toma unos mates, con la misma avidez de siempre. Sólo que ahora no está en el patio de casa. Y otro detalle, nada menor: él está muerto, y no sé, no tengo la menor idea de cómo llegó, ni a qué vino.
Papá, le digo, por primera vez, después de tantos años. ¿Esto es un sueño?
Nunca pude estar encerrado, esa es la verdad. Tu abuela me encerraba en la casa y yo siempre me escapaba. Con tu madre, lo mismo. En patas, como un indio.
Le brillan los ojos. No sé bien si por efecto de las luces que vienen de afuera, o por otra cosa que viene de él. La cuestión es que me siento en la otra reposera y me quedo ahí, mirando la noche, tomando unos mates con mi padre, después de tantos años.
Sos un viejo, me dice.
No tanto. Vos, en cambio, seguís teniendo la misma edad que tenías cuando te fuiste.
Y la misma camisa.
Se ríe.
La misma, tenés razón.
No es de sucio. Es otra cosa.
¿Qué, papá?
No sé cómo explicarlo.
Tuerce la boca, hacia un costado, y luego vuelve a mirar las luces del centro, como él las llamaba cuando yo era un chico. Deslumbrado. Siempre le atrajeron las cosas lejanas y distintas. Los labios finitos, pero firmes. Una sombra de burla en los ojos.
Saliste del barro, eso está bien. Yo creía lo mismo, cuando me alejaba en ese camión, sin despedirme. En realidad, creo que la idea se me ocurrió en la ruta, por eso no les dije nada a tu madre ni a ustedes. Sería un viaje como cualquiera. Pero la rubia era una piba linda, un poco desabrida para mi gusto, pero tenía plata, mucha plata; el padre, sobre todo. Y se agarró conmigo un metejón increíble. Yo, en cambio, lo primero que vi fue el brillo que tiene la gente con mucha guita. ¿No te diste cuenta? Se le nota en la piel, en las manos, en el pelo… Como si no hubieran tocado la mugre en toda su vida. Fue eso lo que me atrajo de la rubia, y pensé “con esta me salvo”. Esa es la verdad.
Al escucharlo, lo que me sorprende, no es tanto lo que está diciendo sino su voz, el timbre de su voz, que es lo primero que se fuga cuando dejamos de ver a alguien. No de su rostro, porque las fotografías que conservamos, lo guardan. Pero sí la voz, tan etérea.
La suya no es muy grave, un timbre normal. Un poco áspera, eso sí. Sobre todo, en el modo de juntar las palabras y de arrastrar las frases. Un poco fanfarrón, de eso sí me acuerdo. Yo lo escuchaba y no entendía una sola palabra. Y al mismo tiempo, era capaz de comprenderlo todo; Incluso, lo que no me decía. Como un cuchillito que se te mete en el corazón. De hecho, ahora no escucho lo que me está diciendo, pero el filo de su voz se me aparece, igual.
Esto es un sueño, ¿no?, vuelvo a preguntar.
¿Es importante eso?
No se contesta a una pregunta con otra pregunta.
Pero hay preguntas que no se pueden contestar.
En eso tenés razón.
Se ríe.
Su risa opaca, entre dientes. Como si escondiera algo. Siempre fue así.
Estoy confundido. Por momentos, me parece la cosa más natural del mundo que estés acá, pero no es natural. Estás muerto. Me lo dijeron las tías una noche de lluvia, hace ya muchos años. Yo pensé, qué novedad, para mí hace mucho tiempo que se murió. Y no sentí nada, ni un temblor, ni un escalofrío. Las tías me dijeron “es tu padre”, como apelando a un último recurso.” Nosotras vamos en auto, nos lleva el tío Carlos. ¿No querés venir?” Les contesté que no. Ni alegría sentí, nada, como si me estuvieran hablando de un extraño.
Fue un velorio tranquilo. Mi mujer -mi otra mujer, no la rubia- y mis hijos, mis otros hijos, siete en total. Nazareno, el más chico, hasta Luciana, la mayor. Me lloraron, como corresponde. Pero yo esperaba que alguno de ustedes viniera. Marcelito y Noemí, vos inclusive. Después cerraron el cajón y me llevaron al cementerio. Pero hasta último momento pensé que vendrían. No sé por qué me había agarrado esa necesidad, cuando ya había soltado todo. No grandes, como ahora. Los veía chiquitos, llegando de la mano de tu mamá, para darme el último adiós.
El último y el primero, papá. Acordate que te fuiste de casa sin despedirte.
Tenés razón, el que mal empieza mal acaba.
Dice esto, y su cuerpo se nubla. Como si fuera una imagen y no un cuerpo, proyectada desde algún lugar. Un reflejo que se moviera sobre el agua, o algo así.
Luego, se detiene.
¿Qué pasa, por qué me miras así?
No sé, es como si fueras a desvanecerte.
Puede ser, me dieron un rato nomás.
¿Quien?
¿Quién puede ser, Osvaldito…? Me extraña.
¿Dios?
Digamos que sí.
No sé qué decirle. Ni antes, cuando estaba vivo, ni ahora, que está muerto.
Él se ríe. Es una risa extraña, desconocida. De hombre grande, casi un anciano, y no de muchacho.
Me apoyo contra el respaldar de la silla y miro, yo también, la luz que asoma por detrás de los edificios. Siento un poco de frío. Sólo eso. Pienso que estoy en cueros, a las cinco de la mañana, en el balcón de mi casa, conversando con un fantasma.
Entonces me doy vuelta para míralo, pero el muchacho ya no está más.
***
Nada es lo que parece
Cada vez estoy más convencido: nada es lo que parece. Pero no porque yo crea que existe, debajo o detrás de las cosas, una verdad previa, oculta y trascendente, que podemos develar; el secreto original, esperando ser descifrado, bajo las siete llaves del código del Universo. Y sin embargo, nada es lo que parece.
Cuando terminé de leer el primer mail de Osvaldo Bossi, sentí un escalofrío. Como si hubiese escuchado uno de esos extraños ruidos que a veces habitan la noche, a los que no podemos entregarle un sentido rápido, que nos tranquilice. O como cuando vi Twin Peaks o Stranger Things, horas y horas, encerrado en la oscuridad de mi cuarto. O, mejor todavía, como cuando soñé con mi madre, que me visitaba en la terraza y me abrazaba y me decía algo al oído, algo que todavía hoy no puedo recordar.
Realmente, como en un sueño, en un abrir y cerrar de ojos: Nada es lo que parece. Nuestros padres pueden ser nuestros hijos, nuestras parejas nuestros padres, la prosa poesía, la poesía prosa y, sin dudas, los viejos fantasmas, una charla pendiente.
Osvaldo Bossi, como buen poeta y escritor, es un habitante de dos mundos. Onírica, inquietante, fire walk with me: me siento muy afortunado de haber podido leer el comienzo de este relato.
Continuará…
Patricio Foglia