Claudia Masin - La cura

ESTANQUE

Cada cosa viva o muerta que el mundo rechaza
se reúne: las raíces de los árboles secos que siguen
profundamente agarradas a un suelo que ya no las retiene,
el moho que al crecer parasita el tallo de la planta joven,
el perro moribundo tirado al costado de la ruta,
las ramas más jóvenes del ceibo
que el temporal derriba, la serpiente de coral
emboscada por la fiera, que se repliega sobre sí
y permanece quieta como si fuera su propia cáscara vacía
en el monte espeso. Para quienes fueron dañados,
todo lo que llega después del daño
es una gracia. Alguna vez vadearon la vida
como si fuera un estanque lleno de alimañas,
peligroso en la superficie y en el fondo,
hecho para el lucimiento de los intactos y los fuertes.
Los que no tienen nada que perder
entienden la serenidad con que la materia cesa
de resistirse al fin a ser vencida. No hay debilidad
ni cobardía en ese dejarse ir
que aún en medio del dolor crea puntadas
de consuelo: quien fue lastimado
una y otra vez sabe que hasta lo que nos mata,
en el momento de chocar con nosotros, produce
un encuentro, y es sagrado encontrarse y es raro
y merece que seamos valientes.

 

POTRILLO

Cada uno carga su familia como los mendigos sus bolsas raídas,
esas cosas que ya no sirven para nada,
pero no se pueden abandonar: son parte del propio cuerpo,
del camino recorrido. Es difícil soltar lo que nos ha acompañado
tanto tiempo, aunque lastime y agobie, y la espalda se incline
bajo el peso. Como si fuéramos la muesca diminuta
sobre el arma que alguien disparó en un pasado remoto,
en una tierra desconocida decidieron por nosotros, antes
de que naciéramos, hasta los muertos a los que tendríamos que llorar.
Pero si nos acompaña una multitud a cada paso, pienso,
el aislamiento no resuelve nada. Ni construir una cabaña
con las propias manos en el monte impenetrable,
darle la espalda al mundo y a los demás, volverse un paria
que ha rechazado su lugar entre los otros
para quedar libre de una deuda
que de todas maneras va a tener que pagar. Entonces,
si todos los cuerpos reunidos al principio
quedan atados por un nudo que atraviesa el tiempo
y es increíblemente firme, imposible de desatar,
¿cómo ser en la vida algo más que una especie
de fenómeno natural: un latigazo del cielo, un rayo,
que destroza sin razón y sin sentido, o al revés,
una lluvia suave que reverdece el campo seco y trae alivio
a los cultivos moribundos? Es decir,
¿cómo ser algo más que un impulso ciego
que actúa sin voluntad de hacer el bien ni el mal, por pura inercia
desprendida del pasado, de los deseos, los terrores,
las pasiones de la tribu? A veces creo, pero es una cuestión de fe,
no sé si es cierto, que se puede construir una familia
a partir de cosas ínfimas
que no forman parte de la historia que nos fue contada
a través de las palabras o del cuerpo de los que amamos.
Que podríamos descender en el tiempo
hasta el instante en que aún no habían empezado ni la fealdad
ni el miedo, a través de una memoria física que nos devuelva
la humilde y pura gracia de respirar. Hablo
de atarnos a detalles tan insignificantes
que no serían jamás parte del drama y por eso mismo no podrían
convertirse en el hueso de tu infelicidad. Sería tan distinto, claro,
si tu familia fuera el día en que conociste el verano,
la primera experiencia de alegría bajo un chorro de agua en el sopor
pesado de la siesta, el olor de la tierra mojada y el contacto
del pasto en los pies descalzos. La risa, levantándose
como la bruma del calor hacia lo alto. Si fuera tu destino ese punto
del pasado, ese resplandor que quedó grabado a fuego,
clavado en tu carne como la herradura en la pata de un caballo joven,
de un potrillo que en el momento de entrar al establo se retoba y corre
y es capaz de fugarse de la vida que le espera.

 

Claudia Masin nació en Resistencia, Chaco, en 1972. Vive desde 1990 en Buenos Aires. Coordina talleres de escritura. Publicó Bizarría, Geología, La vista, Abrigo, La plenitud, entre otros. Los poemas seleccionados pertenecen a La cura, hilos editora, 2016.