Paula Jiménez España - El corazón de los otros
Pearl
Cuando suena Move over tomo sol
en la terraza, bajo mi espalda hierve
la membrana plateada impermeable
y el verano y el aceite Johnson
me calcinan la piel.
Cuando suena Move over me pregunto
cuántas cosas podré hacer en esta vida
y concluyo que todas.
Estoy despierta, pero el mundo duerme
su antigua siesta mientras Move over suena
y en el zaguán de un edificio tomado
mi amante palestino
me da un beso. Su lengua asoma
femínea y delicada
entre los pelos negros de la barba
cuando suena Move over.
Pero una chica como yo – y él no lo sabe-
hubiera muerto por besar a Jannis Joplin
entrando a la cabina de un estudio
con manos anilladas y vibrando
a capella Summertime.
Los platillos redoblan las campanas
porque ella sigue ardiendo o porque nunca
lo estuvo más que cantándome Move over
en mis auriculares.
La música es un río que esta tarde
desemboca en su boca que es el cuadro de Munch
y los golpes de bata alejan como un viaje de Roiphnol
cualquier pasado, con excepción del suyo.
Y al sonar de Move over, Janis Joplin
tiene los ojos de mi amiga Carolina, ocultos bajo lentes
redondos y dorados y el pelo revuelto y abundante.
Ella me mira con el verde de esos iris que atraviesan los vidrios
me mira con la fuerza concentrada de ese verde
muriendo en su esplendor
como el amor
mientras suena Move over.
Las madres errantes
Mis vecinas buscan a sus hijos al salir del colegio
y en los jueguitos del amenity
mientras hablan de cosas que ignoro, son las madres
que veo cada tarde detrás de mi ventana
(después de un tiempo, algunas
terminan pareciéndose).
Cuando mi tía murió, mi prima
me llamó por teléfono. No me dejó llorar
dijo: “Así está bien, sufría”.
Hay quienes se suicidan
a poco de perderlas o mueren como Barthes
en un accidente tonto, inexplicable.
Cuando era chica pensaba
que no podría sobrevivir a su muerte
y todavía no lo sé. No creo
en las convenciones, pero ese día
su día
la visito y le llevo un regalo, a veces dos.
Una primeriza me explicó que el amor
a su hijo era enamoramiento, metejón
que no se le pasaba.
Yo separé a mi gato de su madre
cuando tenía dos meses.
Ella lo olvidó y al verlo años después
mostró su garras y sus dientes
por defender un plato de comida.
Cuando vuelvo de un viaje
mi gato maúlla
como quejándose de mi ausencia.
Mi perro fue su madre y yo lo soy
de mis plantas cuando las riego.
Todos los días las mujeres dan
hijos en adopción y durante meses
supieron lo que irían a hacer.
Algunas meten la cabeza en el horno
y se desligan definitivamente.
Están las que se quedan y amenazan
con morir de un síncope.
Cartonean, ganan concursos de belleza,
roban carteras en el subte, hacen mènage à trois
son arrojadas a los basurales o al costado de las vías de un tren.
Hay madres que están solas y desean. Hay otras que desean.
Los astrólogos hablan de la energía de la luna. Pero la luna es blanca
y es perfecta. En la tierra las madres tienen imperfecciones.
Y yerran, como un buscapié
con la ilusión de un centro.
Burbuja, pistilo hermafrodita, todas
ansiando el trono
que como el aire rojo de una noche de amor
permanece vacío.
El dique
Nadie te vio salir. ¿Y si te hubieran visto
quién iba a imaginarlo, tu madre
porque te vio nauseosa
cuando te levantaste de la mesa, tus amigos
aunque eso qué te importa si todos te ayudaron a su modo
con plata o con el dato secreto de un doctor?
Te hablaron de raspar
o de aspirar, pero vos no querías
poner ninguna imagen donde ellos
pusieran sus espéculos
sus máquinas ruidosas y sacaran el rojo
que embadurnó los guantes
y que dejó a tu prima boquiabierta
cuando el tipo asomó gesticulando
en la sala de espera
para decirle que todo estaba bien.
Que vos estabas bien.
El fin de la anestesia fue volver
de un viaje al centro de una tierra sepultada
por el agua. Te bajaste de un barco
que se meció entre sueños
donde hubo un mar violento y chillaban gaviotas
como cuando se desata una tormenta.
Eras vos buscando desatarte, como una enchalecada
que batía los hombros. Volviste con el agua
apretada entre las sienes.
Y ese llanto era una bomba que nunca explotó.
Cuando la pesadilla pasó, vos
aún de blanco
te dedicaste a sonreír porque a los veinte
esa sonrisa parecía que era todo
lo que eras y lo que ibas a ser: un murmullo
de pétalos trayendo el zumbar de la abeja
hacia lo dulce, un gesto rozagante y azorado
ante el mundo infinito que esperaba
ofrecerte su vértigo. Todavía
esa mujer ingenua
camina en puntas bordeándote la cama
te punza con su frío solitario
te llama a veces cuando estás por dormir y te desvela
como una enemiga oculta.
Paula Jiménez España, El corazón de los otros, 2015.