Como si hubiera venido a buscar algo importante

Por Cristian Godoy. Segunda parte de su novela por entregas

Como si hubiera venido a buscar algo importante

La lluvia en el patio de mi abuela tiene siempre otro olor, que sólo estando acá logro recuperar en la memoria de mi olfato. Las gotas van borrando las marcas del cemento agrietado y hacen el intento de dibujarle otras nuevas que, sin embargo, pronto vuelven a ser las mismas de antes. Hace años que no estoy en este rincón cuando se larga a llover, asomado entre las tiritas de plástico de la cortina, en la puerta que da de la cocina al patio. Cuánto tiempo hace que vivo en un edificio y no alcanzo a ver cuando el agua toca el piso. A pesar de los años, mi abuela sigue corriendo para que no se le moje el toldo, se levanta en puntas de pie y desengancha las arandelas de los ganchitos en el borde del alero. Y lo dobla con una cancha increíble, ese toldo tan grande que parece la carpa de un circo. Yo siento como si hubiera venido a buscar algo importante y, de repente, ya no pudiese recordar qué.

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 Está por largarse, me avisa por teléfono. Le pregunto si acaba de venir de la calle, a lo que responde que no, que  estaba lavando en el patio mientras el cielo pasaba de gris a gris oscuro. Me llama la atención que se haya puesto  a lavar ropa en un día húmedo y feo, sabiendo que luego no podrá colgarla en la soga, o que si puede, no se le  va a secar. Entonces me cuenta que estaba lavando las cosas que quedaron sucias con polvo. El polvo de la pared  de su cocina. Mi abuela sacó el “induido”, rasqueteó, pintó y volvió a colocar. Me dice que no le quedó muy bien  porque no es albañil, aunque lo dice entre risas y se le nota en la voz que está orgullosa. Que ella a veces dice  mal las palabras pero que sabe arreglar sola una casa. Cuando llegue el verano, piensa hacer picar esa misma  pared y ponerle revoque. Le pregunto si le va a encargar la tarea a otra persona, más a modo de súplica que por  curiosidad. Me responde que claro, que ella no sabría hacerlo sin ayuda, como diciendo “mirá las pavadas que  preguntás”.

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 Pudo arreglar ella sola el calefón. Cuenta las cosas una vez que están hechas porque no le gusta que la frenen. El  aparato se encontraba en las últimas: para que prendiera, hacía falta abrir todas las canillas de la casa al mismo  tiempo. Mi abuela nos echa la culpa a mi papá y a mí porque nos bañamos con el agua hirviendo y eso pone  blanda la goma. Tuvo que desarmarlo, sacar la válvula de agua, un par de tornillos y caños de bronce, luego  reemplazar el diafragma. Le pregunto si usó las herramientas del abuelo. Aunque ella me responde que sí,  enseguida me doy cuenta de que formulé mal la pregunta: mi abuela las heredó en buena ley. Sin embargo, le h  hablo como si el espíritu de su marido habitase en esa caja metálica, como si lo único que hubiese tenido que  hacer ella fuera dejar las manos flojas mientras las herramientas hacían todo el trabajo. Yo, que no sé ni cambiar  una lamparita, vengo a quitarle el mérito. Estoy seguro de que se arrodilló sobre la mesada para alcanzar el  calefón que está alto. Qué hacíamos si se resbalaba. Dónde se consiguen los repuestos de una mujer de ochenta y  seis años a la que, un buen día, se le ocurre ponerse a reparar un calefón.

 

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