Kordon, un poderoso camión de guerra

by malón malón

 Por Mariano Blatt. Ilustración de Cecilia García Saracho.

—¿Un autor que esté muerto?

—Bernardo Kordon.

—¿Cómo lo conociste?

—Por Damián.

—¿Con cuál texto?

—Con “Un poderoso camión de guerra”, incluido en la Antología del Cuento Extraño de Walsh, que por esa época (2006) tratábamos de colocar en alguna editorial.

—¿Algún recuerdo?

—¿De Kordon o de la Antología?

—De lo que sea…

—Patricia Walsh, en reunión con los editores de una de las editoriales más grandes del país, por no decir del “planeta”…

—¿Y el recuerdo?

—Esperá. Patricia Walsh, diciéndoles, en la reunión en la que ellos ofrecieron un anticipo por la reedición: “El anticipo es una mierda, pero acepto”.

—¿Y qué otro texto de Kordon?

—“Una región perdida”.

—¿Qué pasa con ese?

—Es hermoso. Lo uso cuando, cada tanto, doy algún taller de poesía.

—¿Por qué?

—Porque habla de lo que es la poesía. El matrimonio Renán va a tomar el té a lo del matrimonio Núñez un sábado a la tarde (Núñez es el jefe de Renán). En un momento, a Renán lo asalta el recuerdo de una playa, una playa hermosa, paradisíaca, pero de la que no puede acordarse el nombre, ni dónde es, ni qué es. La tiene en la punta de la lengua, no sólo al nombre de la playa, sino a la experiencia paradisíaca, epifánica (“usted sabe que eso es vida verdadera, que tiene conexiones con otros sueños, formando una unidad, quebrada por la vida cotidiana”).

—¿Y funciona?

—¿Qué cosa?

—El texto… en los talleres.

—Sí, funciona.

—¿Qué otro cuento?

—Uff, tantos. Ese en el que todos los empleados de una fábrica van a pasar un domingo a las playas de Quilmes; o el de los chicos que se pierden pasando el Parque Centenario, y no saben cómo volver a su casa, que quedaba por el Hospital Italiano; el de la familia que se viene de Tucumán a Buenos Aires, pero dejan al padre allá, y el hijo, el menor, sometido por su madre y sus hermanas, roba y mendiga hasta que se escapa a Tucumán, a volver a estar con su padre; el de la loca de los gatos; el de la loca de las palomas; el del colectivo que lleva fantasmas… No sé, ¡todos!, ¡cada uno! ¡Qué cuentos! ¡Qué cuentista! Triste, real, fantástico, fantasmagórico, porteño… ¡el de los libreros de Calle Corrientes, que se pelean por los empleados, por las ofertas!

—¿Otro recuerdo?

—Sí, cuando encontré en una librería de Montevideo una edición uruguaya de Kid Ñandubay, y me lo fui a leer a la Rambla. Yo estaba de vacaciones, solo, en Montevideo, en marzo… ¡qué linda experiencia! ¡Qué linda novelita! De un boxeador medio pelo que gira por el interior de Argentina con un circo. El desafío es que nadie puede voltearlo, el que lo voltea se gana un premio. No voy a contar el final, porque no me lo acuerdo.

—¿Qué te gustó de esa novela?

—Bueno, él, el personaje, digamos. Y al principio hay toda una parte muy hermosa en la que cuenta de dónde viene cada palabra del lunfardo que usan en su barrio.

—¿Tenés muchos libros de Kordon?

—No, casi ninguno. Leí de prestado, siempre. Sin embargo sí tengo uno, hermoso, que escribió para una colección juvenil de la Editorial Abril: Tambores en la selva. Ilustrado.

—¿Lo recomendás?

—¿Al libro o a Kordon?

—A lo que sea…

—Sí, a Kordon siempre lo recomiendo. Se lo paso a gente, a todos los gusta. ¿Cómo no se lee más Kordon? Hay cosas que no entiendo. Aparte con ese apellido…

—¿Qué tiene el apellido?

—Es hermoso: Kordon. Bernardo Kordon. ¿Vos no leerías a alguien que se llame Bernardo Kordon?

—Bueno, no sé, depende…

—¿Depende de qué?

—De los textos, no suelo elegir lo que leo por el nombre del autor.

—No, yo tampoco. Pero Kordon… ¿quién puede no leer a un tipo que se apellida Kordon? 

 


BERNARDO KORDON

Una región perdida (en Un poderoso camión de guerra, Blatt & Ríos, 2015)

 

El matrimonio Renán fue invitado el sábado en la tarde. El té ya había sido servido y en ese momento el dueño de casa terminaba de encender un cigarro de hoja en forma de zepelín. Renán se negó al ser invitado con la caja de gruesos habanos, en cuya tapa abierta se veían varias matronas de túnica y el nombre de una sociedad comercial cubana. Pero de inmediato sintió un deseo imperioso de probar uno de esos cigarros que el dueño de casa saboreaba con delectación. Interiormen­te se disgustó consigo mismo por rechazar la invitación, pero más maldijo la poca voluntad del señor Núñez al no repetir el ofrecimiento. "¡Pero, fume usted!", pudo haber insistido, recomendándoselo como puros de primera que eran.

Pero el señor Núñez no hizo otra cosa que cerrar con meticuloso ademán la caja de cigarros e incorporándose pesadamente volvió a colocarla sobre la repisa de la chimenea. Acentuó el disgusto de Renán el hecho de que al retirar los cigarrillos del bolsillo, su mujer le hizo un gesto, y sin dejar de pensar en el habano per­dido, que lo hacía sentirse como un niño defraudado, se levantó con gesto y apuro mecánicos para atender a su esposa. Le entregó un cigarrillo y lo encendió, ya que nada agradaba tanto a la señora de Renán como fumar en sociedad. Después ofreció un cigarrillo a la dueña de casa, pero ella negó con un vigoroso movi­miento de cabeza, agregando "no fumo" con el tono categórico de hacerle presente que no la confundiera con una mujer moderna con el hábito de fumar.

Renán no dejó de cohibirse al pensar en la pésima impresión que probablemente provocaban en la dueña de casa. La observó bien: era tan alta y gruesa como su marido, de severos labios delgados que contrastaban con su cara redonda. Vestía de negro y alardeaba so­briedad monacal –únicamente una rosa de plata anti­gua adornaba su vestido de luto. Se reprochó: "Tuve que comprender a tiempo cómo reaccionaría, y con un gesto disimulado negarle el cigarrillo a Sara". Estaba arrepentido de todo: de haber venido y hasta de haber nacido.

–¿Entonces usted, amigo Renán, opina como noso­tros que en estas circunstancias hay que obrar con cau­tela? También yo creo que en estos momentos constituye una locura todo intento de ampliar el equipo adminis­trativo.

Dejaba hablar a su patrón mientras su espíritu gol­peaba en las ventanas cerradas, como un mariposón de­sesperado por escapar. Y los dueños de casa no podían creer, por inconcebible, que un subalterno mostrara esa fastidiosa ausencia mientras recibía sus atenciones.

La señora Renán notaba el decaimiento de la conver­sación y logró transmitir una señal de inteligencia a su marido. Dirigió la vista al viejo reloj de pared, signi­ficando que era hora de irse.

–Está anocheciendo –dijo la señora de Renán–.

Tendremos que retirarnos.

–¡Oh! No se vayan tan temprano –intervino la se­ñora Núñez–. No sean ingratos con Luisito.

"¡Ah, verdad: olvidé que tienen un hijito!", pensó Renán y se apresuró a preguntar:

–¿Cómo está el nene?

–Muy bien. Ha salido al parque con la institutriz. Pero ya debe volver.

No tardó el niño en aparecer en la sala. Era evidente que no venia de ningún parque. El matrimonio Núñez mantenía como norma que Luisito no tomase el té con 1os mayores: los niños son torpes e indiscretos, en especial cuando ven muchos dulces novedosos, y se com­portan como si los probaran por primera vez.

Estaba arreglado con primor, con pantaloncitos de terciopelo negro y blusa de seda. Clavó sus grandes ojos llenos de admiración en el cigarro encendido de su padre. En su piel transparente y sus labios rosados, diríase que esa estampa de niño antiguo estaba iluminado por dentro, en contraste con ese salón donde faltaba la luz de afuera.

–¡Es hermoso! –exclamó Renán.

El niño se acercó. Mostraba una expresión grave, como si sintiera el peso de la responsabilidad de su be­lleza. Extendió la mano a la señora Renán, quien no pudo besar a la criatura, inmovilizada por la posición de rodilla sobre rodilla y maniatada por el ademán forzoso con que mantenía el cigarrillo. En cambio Renán abrazó al niño, y como Luisito hizo un ademán de querer desprenderse, comenzó a interesarlo contándole cosas.

–Cierta vez, en la playa, unos chicos hicieron un castillo de arena tan grande que después entraron todos y aparecieron, uno en lo alto de un torreón, otro en una ventana, y al más chiquito se le sentía llorar y no apa­recía en ninguna parte porque andaba perdido en los corredores.

Sentíase espontáneo, cualidad que en ese momento lo alarmó por las inconveniencias propias de un sistema de hablar que no correspondía a su costumbre. ¿Qué iba a decir el señor Núñez de todo eso? Se dirigió al padre del niño:

–Recuerdo perfectamente la maravilla de un veraneo en una playa de la cual he olvidado su nombre. Nunca vi otra igual, tan extensa y de arenas tan doradas. Se veían pequeñas casitas blancas con tejas rojas y enormes cas­tillos de arena. Pero no recuerdo el nombre. Es una lás­tima.

Y permaneció un momento apretándose la frente con la pinza de los dedos. Al final movió con desaliento la cabeza:

–No me acuerdo.

Y como permaneció lamentablemente decaído, el due­ño de casa intervino para ayudarle:

–¿No será Mar de Ajó?

–¿Mar de Ajó? –murmuró, distraído Renán. Y volviendo en sí respondió como si terminara de escuchar el más soberano de los disparates:

–¡No, hombre! ¿Cómo se le ocurre que puede lla­marse así esa playa? ¿Mar de Ajó? ¡Nunca!

El nom­bre de su playa era distinto. Sentíase muy excitado y sólo así pudo comprenderse que le pasara desapercibido el molesto y dramático silencio que provocó su campe­chano "no, hombre", dicho con tono de fastidio y recriminación. Porque el nombre de esa fantástica playa ya estaba aflorando en su memoria cuando el dueño de casa tuvo la desgraciada ocurrencia de pronunciar un lugar cualquiera y ahora sentíase perdido. Estrechó a Luisito entre sus brazos, y como pidiéndole perdón le dijo:

–Es una desgracia, pero no puedo recordarme del nombre de esa playa.

El niño lo miró con profunda seriedad. En ese instante la angustia martirizó tanto a Renán que, incorporán­dose de su sillón, comenzó a observar con detención to­das las paredes y al comprobar que los rincones se en­contraban casi totalmente oscuros fue al ventanal y des­corrió todo lo que daban las cortinas para que entrara la luz del atardecer.

–¿Cómo vamos a encontrar esa playa sin un poco de luz?

Y al notar el estupor de los presentes, consideró con­veniente exponer el pensamiento que lo animaba.

–Haciendo memoria puedo recordar la circunstancia en que entré en conocimiento de esa playa. La vi en un cuadro, si bien no puedo fijar el año ni la época de mi vida. Era una litografía, posiblemente una lámina de almanaque. Se veía la playa tal como después la conocí: una dorada extensión de arena con unas casitas blancas de tejas coloradas. Ese mar era singularmente verde, como un brillante césped, y salvo un encaje de espuma que formaba en la playa, no podía verse una sola ondulación. Era un mar donde no extrañaría ver un cisne negro flotando en su superficie de lago. Para que no hubiera duda alguna sobre la existencia real de ese paisaje y no pasara por fantasía de un pintor, en un ángulo de la lá­mina se leía el nombre de la playa. Lástima que ahora no lo recuerdo. Lo siento mucho. Pero he pensado que quizás en estas paredes... ¿Por qué no?

Renán comenzó a buscar detenidamente por los muros y entre los cortinados. Sólo vio varios retratos antiguos y algunas miniaturas. Interrogó al dueño de casa:

–¿No tiene algún almanaque con lámina marina?

–En el escritorio tengo un calendario. Se trata de un recuerdo de mi padre. Es un juego de marfil, con piezas que se cambian día por día. En cuanto a almanaque con lámina creo que hay uno en la cocina.

–Lo regaló el almacenero y quedó en poder de la cocinera –explicó la dueña de casa–. La lámina no mues­tra ninguna playa, sino un paisaje de campo. No creo que le sirva.

–¿Usted qué sabe? Pudo haber sido lo que buscaba –repuso amargamente Renán.

–¿Lo mando traer? –dijo la señora Núñez, palideciendo de sorpresa y de ira al ser contradecida por un simple subalterno de la firma Núñez y Núñez. Nunca había atendido a una visita parecida.

–Ya no hace falta, señora, pero pudo haber sido. En esa lámina usted habrá visto un campo, seguramente con una muchacha paseando o un campesino arando con la ayuda de un buey. Y eso tenía algo que ver con mi playa, porque a veces sus formas son variadas. Pueden ser láminas de viejos libros de lectura y tienen relación con la playa. Pero usted, señora, dijo que no, y ya no puede ser.

–Pero señor Renán, inmediatamente voy a hacerle traer esa lámina. Usted dice que debe llevar el nombre de la playa impreso en un rincón. Quizá lo tenga.

–¿Lo traigo, mamá? –intervino entonces el niño. Y corrió hacia afuera. Momentos después apareció con el almanaque. Renán lo tomó ansiosamente, pero no tardó en devolvérselo al niño.

–No es la playa. Pero me ayuda a recordar ciertos detalles. ¡Magnífico lugar! ¡Lo que no daría por vol­ver allí!

–¿Está seguro que no es Mar de Ajó? –insistió el dueño de casa.

Renán lo señaló escandalosamente, con el gesto severo de quien amenaza a un pillete:

–¡Le dije que no!

Entonces la señora Renán consideró que la situación era insoportable. Saltó del sillón y tomó del brazo a su marido. Con forzada sonrisa se dirigió a los dueños de casa:

–Es tarde y no podemos demorarnos un instante más.

Pellizcó con saña el brazo de su marido y, como se encontraba en un rincón de la sala, pudo comenzar a retarlo:

–¿No te das cuenta que es tarde? ¿Vas a pasar toda la noche pensando en el nombre de esa playa? ¡Ridículo! ¡La forma en que te has comportado! ¡Nada me ex­trañaría que mañana te despidieran!

El rostro de la señora Renán mostraba tal desespera­da contrariedad que el dueño de casa intervino para di­simular:

–¿Y usted, señora, no recuerda el nombre de esa playa?

–Claro que no la conoce –se apresuró a contestar Renán. –Llevamos solamente un año de casados y esa playa la conocí hace mucho tiempo. Quizá de muy ni­ño. Y también de muchacho... Ahora recuerdo algo. Tenía unos veinte años. No jugaba con los niños, porque en esa edad tenía a menos hacerlo, pues quería mostrarme muy hombre. Pero los contemplaba jugar el día entero y compartía su felicidad. Un día observé que un niño abandonaba un castillo de arena para internarse mar adentro. Lo vi lejos, a unos cincuenta metros de la playa. Supuse que corría peligro y me lancé como un loco al mar. Recuerdo bien la sensación de avanzar co­mo un pez. El niño continuaba internándose, y cuando le di alcance la playa ya se veía lejana. Lo tomé bruscamente para evitar que se hundiera y me clavó una mirada de sorpresa. Me incorporé y el agua me llegaba a las rodillas. Comprendí mi torpeza: terminaba de alterar la tranquilidad de un niño como Luisito al olvi­darme que no me encontraba en una playa cualquiera. Para ahorrar esa mala impresión me puse a jugar con el niño. Buscamos caracoles en el fondo del mar y a fin de encontrarlos más grandes y más bonitos continuamos internándonos juntos, mar adentro.

–Efectivamente es una lástima –dijo el señor Núñez con palabras lentas y sentidas– que no pueda acordarse del nombre de esa playa. No es que piense visitarla ahora, me sería absolutamente imposible hacerlo, porque a esta altura del año no puedo abandonar el negocio, pero me agradaría saber el nombre y conocer dónde queda. ¿No cree que mirando un mapa podríamos hallarla? Tengo un mapa de la República en mi escritorio.

–Nunca la encontrará en un mapa. Ya le expliqué que tuve conocimiento de esa playa por una lámina. En los mapas figuran muchas mentiras y ninguna gran ver­dad. Los pueblos son puntitos, las ciudades pelotitas, y los ferrocarriles rayas quebradas. Es lamentable que us­ted haya hablado de buscar esa playa en un mapa. Me estaba acordando de algunos detalles que pudieron ha­berme ayudado a encontrar el nombre y usted tuvo esa mala ocurrencia de hablarme de un mapa. ¿Cree que en un mapa puede figurar una playa así?

–Lo siento, señor Renán –volvió a lamentarse el dueño de casa, cada vez en tono más humilde. Se mos­traba contemporizador como si se encontrase frente a un loco o un policía–. No es mi deseo confundirlo, si­no colaborar con usted. ¿No sería conveniente pregun­tar a una agencia de turismo? Podemos hacerlo ahora, por teléfono.

Renán le clavó una mirada de rencor.

–¿Qué puede saber de esto un empleado de la agen­cia de turismo?– y se tomó desesperadamente la cabeza–. Usted quiere perderme. Mire que consultar un ma­pa o una agencia de turismo. ¿Usted no comprende que esa playa es más real que nosotros mismos, pero su nom­bre se pierde como el recuerdo de un sueño? Le hablo de una experiencia lejana pero más importante que la vi­sita de esta tarde. ¿No ha despertado alguna vez con las imágenes nítidas de un sueño para olvidarlas des­pués, por más que exprima su cerebro? Sin embargo, mientras sueña y cuando se despierta, usted sabe que eso es vida verdadera, que tiene conexiones con otros sue­ños, formando una unidad, quebrada por la vida coti­diana, es verdad, pero en la medida que la vida cotidia­na es quebrada también por la vida de los sueños. ¿Es así o no? ¿Entonces puede comprender su recalcitrante tontería en mostrarme un puntito del mapa o el mapa mismo?

Y el señor Renán ordenó enérgicamente a su esposa:

–¡Vámonos!

El dueño de casa se incorporó lentamente con la cabeza baja, y mientras a su esposa le temblaban los la­bios de indignación, él se despidió de Renán:

–De cualquier modo sería magnífico que usted re­cordara el nombre de esa playa. No es para mí, ¿sabe? Pero a Luisito le encantaría conocer eso. Gustoso le man­daría allí, aunque tuviera que separarme de él por al­gún tiempo.

–Es verdad –contestó Renán–. Volveré a hablarle de la playa cuando tenga el nombre. Es cierto: Luisito...

En la excitación del momento todos se habían olvida­do del niño, menos el padre. Allí estaba Luisito, al lado de la mesita donde habían servido el té y ni miraba toda la variedad de dulces. Conservaba en la mano el almanaque y al dar un paso hacia Renán arrastró la lámina por el suelo. Los ojos del niño estaban tristes, co­mo los de un inmigrante.

–Adiós, señor.

El hombre se iba sin haber encontrado el nombre de la playa. Luisito dio otro paso, como si tuviera el im­pulso de no dejarlo salir, y dejó caer la lámina inútil.

Renán lo miró con ojos despavoridos y salió violenta­mente a la calle. El matrimonio echó a andar sin decirse palabra alguna. Finalmente ella no pudo mantener su resentido silencio y exclamó:

–¡Es horrible! ¡Nunca te creí capaz de algo así!

Evidentemente se refería al pésimo comportamiento social de Renán, pero él entendió otra cosa:

–¿Te parece, querida, que nunca recordaré el nombre de la playa? ¿Sería horrible, verdad? Sin embargo, si no me hubieran confundido, ya tendría el nombre.

¿No estaría loco? Ella lo miró con redondos ojos de susto y rompió a llorar con miedo y rabia.

–Aún es posible que lo recuerde –dijo Renán con intención de consolarla.