Trane cuenta un sueño - Tom Maver

 

Trane cuenta un sueño [John Coltrane]

 

Es noche cerrada y estoy en medio de una plantación

enorme de algodón tocando el saxo soprano.

No hay nadie en kilómetros a la redonda y nieva

como si nunca fuera a dejar de hacerlo.

Sé que estoy en el Sur porque a pesar de que acá

jamás nieve, mis pies están encadenados a la tierra.

Los copos salen disparados cuando llegan a la boca

de mi saxo donde soplo como un desquiciado.

Pero a pesar de que toco así sólo sale un murmullo,

voces que giran en la nieve, en mi sueño, y ya no sé

si estoy tocando o más bien oyendo algo antiguo,

una mujer pidiendo que por amor

de Dios dejen de darle latigazos a su hija, la voz

de Nina Simone cantando Strange fruit, Billie

Holiday aceptando que cuando viene el amor

ya no se puede hacer nada, Malcolm X manifestando que él

odia como un negro de la plantación, Langston Hughes

proponiendo que la poesía sea como la música, B.B.

King sonriendo al decir que tocar blues es ser dos veces negro,

Frederick Douglass contando cómo escapó del Sur

y en las plantaciones los cantos de los esclavos

expresaban la más profunda tristeza y la más plena alegría,

y yo recibo estas frases de una historia poco oída en un sueño

donde hago que mi respiración sea sonido, y que el sonido

sea un soplo que le dé vida a viejos terrores, a modos

de resistencia. Me encadeno a estas voces y las llevo

conmigo como en los barcos negreros a pesar del hambre

y del mareo y del maltrato, de una orilla a la otra, atravesando

el infierno, llegó con nosotros también un ritmo,

una presencia todavía más antigua que los cuatrocientos años

de esclavitud. Y cierro los ojos y avanzo a ciegas siguiendo

las entonaciones, igual que en la iglesia metodista

de High-Point donde mi abuelo, el reverendo Blair,

predicaba y hacía que hombres y mujeres se sacudieran

en trances espirituales, despejando de sus almas al diablo

que los atravesaba de pies a cabeza, así yo me dejo llevar

hasta que de mi voluntad no queda nada más que unos

piolines electrizados. Cuando vuelvo a abrir mis ojos

estoy en un escenario en uno de esos bares perdidos

que no faltan en las giras, pero acá también nieva

y el público no quiere que toque, me silban, abuchean

a la banda, y comprendo como sólo se comprende en sueños,

que un músico negro siempre toca en una plantación

donde antes fue linchado un familiar suyo, donde

una tátarabuela vio por primera vez a los encapuchados

rodear a quien ella amaba prendiendo fuego

cruces de madera en la noche de Georgia.

Por eso yo soy en este escenario un pulso que tiembla

en el centro de los reflectores, conciente

de que tengo una alegría que sólo mi tristeza

puede comprender, y miro a mis compañeros y le digo

a Elvin con plena seguridad: “Estoy perdido. Seguime”,

y arrancamos a tocar y los silbidos y toses y charlas

se apagan y llegado un punto yo dejo de oír incluso

la música que sale de mi saxo soprano

hasta que lo único que existe es el sonido de mi respiración,

como si la hubiera aguantado por años y ahora

la fuera soltando de a poco, abriendo al medio mi instrumento

como un baúl enorme de cosas perdidas

de donde recupero objetos, recuerdos, personas.

Todavía no lo puedo saber pero cuando despierte

me voy a dar cuenta de que durante todo el sueño

estuve tocando un tema que se llama Mis cosas

favoritas, una canción que habla de aquello

en lo que alguien piensa para alejar la tristeza.

Sólo que yo no pienso en ponis de colores

ni en gotas de lluvia sobre los rosales. No es esa

mi felicidad. Todavía para mí la alegría es una palabra

sin contenido, pura forma, que tengo que llenar

con pedacitos de mí, con música, y entre el envión y el salto

que sólo puede darse con la emoción, ahí debo soplar

hasta quedarme sin aire, porque la felicidad

también es un gran mareo, y ¿cómo frenar su desequilibrio?

“Vos sos parte de lo que tocás”, me dice Naima

acariciándome. Naima es, por ejemplo,

una de las partes más punzantes de mi alegría.

La conocí cuando yo era un pobre tipo comido

por la heroína y el alcohol, el lugar común

de los negros de esta década, pero ella me tomó

la mano y me dijo: “Vos sos parte de lo que tocás”

y separó mis dedos pegoteados para que contara

los días que hacía que no dormía, 3, 4, 5, haciendo

que le diera la razón a Miles por echarme a la mierda

del quinteto y haciendo que me diera cuenta de que

ir al correo con vergüenza a dejar un currículum

-¿qué podría decir un currículum mío?- para trabajar

como cartero, era dejarme vencer. “¿Qué es más revulsivo”,

me dijo, “que ver a un negro amar lo que hace?

Vos vivís de respirar adentro de tu saxo. Eso es Mis cosas

favoritas, amar la alegría, su soledad, esa cosa densa

que nos pierde”. Entonces empezó a susurrarme

Cada vez que decimos adiós, de Cole Porter. “¿Oís,

Trane? Tu música va a la inversa. Junta todo lo que sentís

durante esa soledad para luego, en el momento de volver

a abrir los ojos, decirme finalmente, “Hola, Naima, acá estoy.

Mirá lo que hice”.

 

 

*

 

 

El amante de Allen Ginsberg

 

Y acá estoy, tirado en la oscuridad, soñando

con un largo poema de amor leído en un sótano

y dedicado a alguien que no conozco –un tal Carl Solomon-

un extenso poema que leyó mi antiguo amante en voz alta

pero sin gritar, como si ese velo de borrachera

y calor, de atontada curiosidad que dejaba entrever

la audiencia, debiera ser corrido suavemente,

porque su voz no podía llegarnos sin un poco

de distorsión o de interferencia como el amor

que llega y antes de instalarse sacude y remueve todo,

así quedé yo, conmovido, al punto de quedarme acá

tirado, soñando con palabras que se encadenan

a mi memoria, imágenes que palpitaban dentro de mi cuerpo

a oscuras, arrinconado por los celos. Pero qué podía importar

eso entonces. La cerveza circulaba, estábamos entre amigos

poetas con los ojos entrecerrados, todo entraba a medias:

los chismes, la cocaína, las caricias secretas en las rodillas.

Alguien me susurra algo acerca de vos,

me lame la oreja y yo sonrío. Fumamos blandamente

y escuchamos la lectura desde el fondo de la sala.

Pero llegado un momento, las volutas de humo

sólo tu aliento, Allen, parecía moverlas. De pronto,

no hubo ruido a vasos y la gente dejó de ir al baño a inyectarse.

De a uno, nos fuimos callando y te miramos.

Vos leías y leías y tus anteojos lanzaban reflejos

por toda la sala, y movías las manos así

como si estuvieras acariciando tu voz, empujándola

afuera tuyo, y yo como que me perdía más y más

porque leías rápido, con una adrenalina que nos dejaba

siguiéndote como nenes perdidos. Y en algún momento

sentimos que el tiempo se había partido en dos, abierto

por tus manos o tu boca, para que todos entráramos,

los nerviosos, esta familia de poetas huérfanos sin casa,

los drogados de siempre, sin estudios, voraces, inmisericordes,

todos adentro de tu voz alta en una galería de arte

devenida en bar, tugurio y casa de pobres borrachos en celo.

Pero también tuve la certeza de que estabas teniendo

una charla íntima con cada uno de los que estábamos ahí.

Lo vi en la cara del resto al darme vuelta,

el tiempo se había detenido o abierto, y dejaba pasar tu voz

sobre la que yo apoyaba mi oreja y oía las imágenes latir.

Si existe tal cosa como la piel del poema, yo sentí

que ella se frotaba conmigo en ese bodegón de mala muerte

donde tenía que sujetarme de pronto de mi vaso, de cualquier cosa

porque ese poema de amor en apenas segundos

me mostraba la miseria de mis amigos, esa voluptuosidad

alienada, y era agarrarme de lo que fuera, de la mano

de esta generación de posguerra iluminada

por un cielo que estalla todas las noches en los televisores,

en las venas, dentro de las narices y los manicomios,

creciendo entre las ruinas de una guerra sin

saber qué hacer ni a dónde ir porque nuestra

energía está en penumbras y la vida de cada uno

está cambiando y yo parezco quedar atrás

de todo, en el último asiento de una clase

que acaba de terminar y de la que no saqué

nada en claro. Sí, el tiempo se había detenido

pero no la historia ni los gobiernos conservadores

ni las sacudidas de los revoluciones y de los amantes,

como tampoco tu voz que seguía vertiendo belleza-

una belleza difícil de manejar para muchos-

en el mundo que todo te había sacado. Y mientras

en las protestas de Saigón  un monje budista se prendía fuego

en medio de la calle, vos mostrabas el incendio de tu cuerpo

entregado al amor, lastimando la moral al uso,

usando palabras dulces junto a palabras innombrables

hasta entonces,  había una luz que cegaba, había maestros, cantos,

había una fila enorme de poetas, de músicos, pintores, actores

escuchándote a vos solo, sin Kerouak, sin Burroughs, sin Corso,

di Prima, Cassady, Snyder, Ferlinghetti, Kandel, Waldmann,

todos inmóviles como las aguas del Niágara que parecen inmóviles

un segundo antes de caer con estrépito por kilómetros…Allen,

nos podemos amar, podemos leer poemas hermosos

pero Eisenhower y su troupe están en el gobierno

y los estallidos de la guerra de Corea se mezclan

con nuestros gemidos y el paralelo 38 también nos atraviesa,

y no podríamos preparar a ningún soldado vietnamita

para el descubrimiento del color del Napalm en la selva.

Y yo acá, tirado en la oscuridad, soñando

para no hundirme en este pantano que es la historia

de Estados Unidos de América

donde está todo muy oscuro para verte y toco

las paredes de mi cuerpo, de esta caverna

de sombras a la que estoy atado y me repito:

No estuve en Rockland, no estuve con vos

en Rockland, nadie estuvo con vos en Rockland

donde acostaban a la gente en camillas, los doctores

ataban bien brazos, piernas y torso, bajaban la palanca

y convertían a cada cerebro en una central eléctrica.

Sí, Allen, El peso del mundo es el amor. Ya lo creo.

Amar a otros hombres es cosa pesada, de locos, sobre todo

si terminan por encerrarte en el manicomio

de Rockland, Pilgrim State o Greystone,

y hacerte repetir hasta el infinito que no te gustan

los hombres, que los hombres no te gustan,

que no amás a los hombres ni los vas a seguir amando

encerrado ahí cada noche, donde debés haber ardido

y suspirado porque ni siquiera tu sexo

te pertenecía, se te escapaba entre los dedos

como agua o transpiración y ardías y estabas

como seco, vacío pero lleno, no sé, algo así. Pero yo

¿qué puedo saber de lo que sentías allá, si apenas entiendo

este ritmo ensordecedor que no me deja dormir?

¿Quién puede dormir en estos tiempos?

¿Y vos qué podías saber de lo que sentía

tu amigo Carl Solomon cuando tomaba con sus dedos

un nuevo diente que se le había salido

por las constantes sesiones de electroshocks

o cuando le decían que se pusiera la bata

y lo sentaban en la silla de ruedas porque vos

estabas de visita en el manicomio? ¿Quién podría saberlo, y dormir?

Vos, aunque no durmieras. Vos podías porque lo escuchaste

y supiste sostenerle con dulzura esa mirada

de enamorado furioso, de enloquecido tierno,

le leías tus poemas como si fueran cucharadas

de miel o cálidos pezones que ponías

en su desdentada boca para que dejara de repetir

palabras como “lobotomía” o “suicidio”.

Quizá viste en su cara la cara desencajada de tu madre

hundida en la almohada sucia de otro manicomio, su hermosa cara rusa

movida cuando le abrieron la cabeza para sacarle la locura

en una operación demencial que empeoraba las cosas. Todos

caían y vos te acercabas suavemente, sacabas jeringas

de los brazos, aflojabas camisas de fuerza y oías

sus relatos entre los alaridos de los tratamientos.

Allen, tu humildad consistió en eso:

en no hablar por su boca, en renunciar a ser vocero

de los desdichados y a cantar sólo tu propia

opresión, desabrochando los cinturones

de castidad de las formas caducas

y aullaste con fastidio y ternura también,

te atreviste a hablar desde la felicidad más inquieta

porque había que preparar un sitio para el amor

sin renuncias, para las chispas de la sintaxis

del lenguaje cotidiano y visceral, desterrado

de la poesía, un lugar para los enloquecidos

de amor por las leyes de sodomía, para los que están

en cuarentena de por vida, para el maravilloso

cuerpo de tus amigos entregados al goce

en un tiempo de violencia en que es más revulsivo

hablar del amor que de la violencia, más conmovedor

ver cómo la ternura resiste y la poesía se niega

a ser un lujo y protege su mirada distorsionada.

Te diste cuenta de que en ciertas circunstancias

sentir placer es transgredir, es la puerta

para habitar el presente de donde la Historia

pretende borrarnos. Me miraste a los ojos

y besaste mi cuerpo violentado en correccionales,

yo te saqué los anteojos y sentí tus manos bajar.

Comprender es amar lo intratable, susurraste.

Y me abrazaste con tus brazos y piernas, me metiste

en tu cuerpo y sentí que aquello que parece desaparecer,

tu emoción le daba cabida, yo, que caía dentro tuyo,

era visto bajo otra luz, la de tu comprensión.

Así dejabas atrás los cánones, el Estado, la censura, las mayorías,

hasta tocar la fibra que está dentro de los cuerpos.

Así trabajabas, salteándote pasos, descreyendo de la acumulación,

del acopio, y te vaciabas en tus amantes, en tus poemas

porque para ser libre había que repetir, eso entendiste,

había que machacar con otro comienzo,

siempre el mismo, cada verso debía empezar como de cero,

una enumeración que es una hipnosis que entra

por los ojos y los oídos y nos pierde para que el ritmo

esté antes que la palabra y nos deslumbremos con lo sencillo:

dos personas amándose bajo la luz de las bombas

o, a lo mejor, un hombre encerrado por otros hombres,

un tal Carl Solomon que sigue escribiendo sus memorias

de tortura psiquiátrica, pensando en tu amistad, como yo,

como yo que sigo  tirado en la oscuridad, soñando

con que llegás en la noche occidental a la puerta

de mi departamento para que todas las palabras

que balbuceo vuelvan a tener el sabor de tu boca.

 

 

*

 

 

Alma Mahler

 

Para quien no me conozca, yo nací bajo el nombre de Alma Schindler.

Cuando lo pronunciaban, ya se estaba hablando de glamour y belleza,

de mis ojos negros. A los salones y tertulias que se daban

en mi casa de soltera llegaban los artistas más importantes

para seducirme con su arte. Recuerdo a Klimt temblando

al mostrarme un cuadro nuevo, mirando mis labios, esperando una opinión.

Soy, para muchos, la mujer más fascinante de Europa.

Y Gustav Mahler, el controvertido director de la Ópera de Viena, compositor

de las más impresionantes sinfonías después de Beethoven,

al verme por primera vez, también cayó rendido.

Deberían haberlo visto entonces. Pero no nos pongamos sensibles.

Ahora soy Alma Mahler. ¿No escucharon hablar de mí?

No me extraña. Mi amado esposo, quien sintió por mí veneración

y menosprecio, me convirtió en la mujer más callada de Europa.

Cuando nos casamos me prohibió que siguiera estudiando

composición. ¿Celos de hombre o envidia de músico?

¿Ustedes quieren hablar de su música, de sus grandes sinfonías

que compone íntegramente en los tres meses de verano que estamos acá,

en la casa de Maiernigg? Entonces empiecen primero

por escuchar el silencio de esta casa. ¿Lo sienten?

Nadie diría que es la casa de un músico, que es verano,

que hay dos chicas pequeñas correteando y haciendo bochinche.

No, porque ahora él está encerrado en su estudio trabajando

y nadie puede hacer ruido mientras el genio compone.

Por eso me la paso limpiando el polvo de los muebles con una gamuza

y siendo sólo el fantasma que lava su ropa, le cocina y lustra las botas.

¿Y ustedes me van a decir, hombres petulantes de mi tiempo,

que una mujer no puede hablar de la relación entre arte y vida?

¿Ustedes, los mismos que se maravillan de las rarezas de Gustav,

que un minuto después de haber abrazado y restregado su cara

contra la de nuestra hija María, va y se sienta al piano

a componer las “Canciones de los niños muertos”? Si soy yo

la que tiene que escuchar esos acordes fúnebres mientras

nuestra hija, mi hermosa Putzi, tose tapándose la boca

con las sábanas para no hacer ruido, tose y se ahoga

y tengo que llevarla al hospital con esa banda sonora en la cabeza

y lágrimas en los ojos diciéndole que no tenga miedo, hablándole

con tal de que no oiga la música terrible de su padre, esa música

que nos está enterrando, uno por uno, en esta casa de verano de Maiernigg.

 

Tom Maver es poeta, traductor y editor. Publicó Yo, la incesante nieve, Marea solar y Nocturno de Aña Cuá. Tradujo, entre otrxs, a Li-Young Lee y a Westonia Murray. Co-dirige la editorial Llantén. Poemas suyos aparecen en diversos blogs y antologías.