Monólogo a las tres de la mañana - Sylvia Plath por Daniela Camozzi

 

Una furia insistente

 

Justo antes de la conmoción, hubo algunas preguntas. Y un nombre: Sylvia Plath. ¿Por qué, ante la propuesta de traducir a una poeta (o a un poeta) estadounidense, el primer nombre que apareció en mi mente fue el de S Y L V I A   P L A T H? ¿No había sido ya muy traducida? ¿No era mejor elegir a otra escritora menos difundida? Y, sin embargo, las letras de su nombre permanecían ahí, como impresas, exigiendo atención.

Dada esa insistencia, vinieron más preguntas: ¿qué de Plath iba a traducir? ¿Solo textos de Ariel, su último, póstumo libro? ¿Algo de su primer libro también? Quizá, debía dejar de lado los poemas más largos y muy versionados, como “Papi” o “Tulipanes”. Tenía ya traducido uno breve, tan poderoso y trágico, desde hacía un tiempo; iba a revisar esa versión y la usaría de punta de ovillo. Entonces, las letras brillaron un poco, parecían mostrar un camino. Serán diez poemas cortos, decidí, que concentren su mirada del mundo, su poética lúcida y desesperada.

Como dice Carol Ann Duffy, Plath es implacable al trabajar el poema; el desapego con que moldea sus materiales es lo que hace que su obra siga viva. Por eso, estos textos son artefactos terribles pero vibrantes, que exponen el sufrimiento de la vida y, a la vez, la celebran. Ensambles perfectos, máquinas de coraje, de desgarro, y, también, de ironía y humor.

Traducirlos fue desmontar esa combinación de engranajes y volverla a componer; sentí, al hacerlo —ante las innovaciones sintácticas y las ambigüedades de sentido, las imágenes deslumbrantes y la justeza de los cortes de verso— la tensión de todos esos elementos, que puse a jugar siguiendo la partitura de la autora, una poeta que, como dice Duffy, “trajo al canon la novedad de escribir sobre la experiencia de ser mujer”.

Traducir es, sí, seguir la voz que se traduce, atenderla: no soy árbol, quiero ser atrevida como ella, me dijo, y ya no se detuvo: crepité en los voltios azules de aquel dios como una profeta en el desierto; allá va Madre Medea, con la humildad de una ama de casa; mejor que se rompa cada fibra, que la furia se desate, mejor eso a quedarme sentada y muda.

¡Qué conmoción absoluta, traducirla! Mejor eso, sí. Que nunca sea mejor quedarse sentada y muda. Que se desate la furia insistente de Sylvia Plath y se convierta en nuestra propia furia desatada.


 

Hijo

Tu ojo claro es la mayor belleza que existe.

 

Quiero llenarlo de colores y patos,

un zoológico de lo nuevo

 

y que te detengas en los nombres:

flor de la nieve, pipa de la paz,

pequeño

 

tallo sin mácula,

un estanque de imágenes

sublimes y clásicas

 

y no en este atormentado

retorcerse de manos, este oscuro

techo sin estrellas.

 

 


 

Amapolas en otoño

Ni las nubes del sol podrían vestir una pollera así esta mañana.

 

Ni la mujer de la ambulancia,

ni su corazón rojo, que desquiciado florece y atraviesa su abrigo.

 

Es un regalo, un regalo de amor

que nunca pidió

este cielo

 

pálido y flameante

encendido de monóxido, ni los ojos

que de golpe se detienen bajo unos sombreros negros.

 

Y yo, Dios, ¿qué soy?

¿Por qué se abren y gritan así estas últimas bocas

en un bosque de hielo, en un amanecer de flores azules?


 

 

 

Después de la catástrofe

 

Atraídos por el imán de la desgracia

se pasean y lo revisan todo como si la casa

que se quemó fuera la suya o creyesen

que algún escándalo podría salir a la luz

desde un ropero asfixiado por el humo;

ni la muerte ni la herida más extraordinaria

satisfacen a estos cazadores ávidos de carne,

el rastro de sangre de las peores tragedias.

 

Madre Medea, envuelta en su bata verde,

con la humildad de una ama de casa, deambula

por las ruinas de sus aposentos, toma nota

de los zapatos chamuscados, del tapiz inservible:

sin la pira ni el suplicio, traicionada, la multitud

le lame la última lágrima y la deja sola.

 

 

 


 

Borde

Quedó perfecta la mujer.

Su cadáver

 

exhibe una sonrisa triunfal;

la ilusión de una necesidad griega

 

flota entre los pliegues de su toga

y sus pies,

 

desnudos, parecen decir:

caminamos tanto, ya basta.

 

Cada niño muerto un ovillo, una serpiente blanca,

cada uno dentro de su pequeño

 

cántaro de leche, ahora vacío.

Ella los plegó de nuevo

 

y los guardó en su cuerpo como los pétalos

de una rosa que se cierra cuando el jardín

 

se endurece y el perfume sangra

desde la garganta dulce y honda de la flor nocturna.

 

La luna no tiene por qué entristecerse

al observarnos desde su capucha de hueso.

 

Ella sabe de esta clase de cosas.

Sus negruras crujen y se arrastran.

 

 

 

 

El Colgado

Apareció un dios y me agarró fuerte del pelo.

Crepité en sus voltios azules como una profeta en el desierto.

La noche se escondió de golpe como el párpado del lagarto.

Un mundo de días blancos y vacíos en un hueco sin sombra.

Un hastío de buitre me clavó a este árbol.

Él, si estuviera en mi lugar, haría lo mismo.

 

 

 

Soy vertical

 

Pero preferiría ser horizontal.

No soy un árbol que con sus raíces absorbe

los minerales y el amor maternal de la tierra

para que mis hojas brillen en la primavera,

ni soy la maravilla del jardín frondoso

al que admiran y pintan en extraordinarios colores

sin saber que pronto caerán mis pétalos.

Comparado conmigo, un árbol es inmortal

y la corola de una flor puede no ser alta, pero deslumbra,

y lo que yo quiero es ser longeva como él y atrevida como ella.

 

Esta noche, en la luz infinitesimal de las estrellas,

los árboles y las flores brindan su perfume fresco.

Yo camino a su alrededor, pero no parecen darse cuenta.

A veces pienso que, cuando duermo,

al apagarse un poco el pensamiento, yo debo ser

exactamente así.

Me resulta más natural cuando me acuesto:

puedo hablarle al cielo cara a cara y servir,

al fin, para algo: cuando ya no me levante

recibiré la caricia de los árboles y las flores tendrán para mí todo el tiempo del mundo.

  

 

 

 

Barbazul

 

Vengo a devolver la llave

de la habitación de barbazul;

porque me haría el amor

vengo a devolver la llave;

en el cuarto oscuro

de su ojo puedo ver

la radiografía de mi corazón,

la disección de mi cuerpo:

vengo a devolver la llave

de la habitación de barbazul.

 

 

 

 

18 de abril

 

El barro de todos mis ayeres

se pudre en el hueco de mi cráneo

 

y si mi estómago se contrajera

por alguna causa natural,

como un embarazo o una constipación

 

yo no te recordaría

 

o si por conciliar el sueño,

algo tan raro como una luna de queso

o por el alimento

nutritivo como las hojas de las violetas

si por todo esto

 

y en un angosto, fatídico recuadro de pasto

en un claro del cielo, en las copas de árboles

 

ayer se perdió un futuro

tan sencilla, irremediablemente

como una pelota de tenis al caer la noche

 

 

 

 

Mujer estéril

 

Vacía, hace eco en mí hasta la menor pisada,

museo sin estatuas, imponente con mis columnas, portales, rotondas.

En mi patio, una fuente salta y vuelve sobre sí,

con su corazón de monja, ciega al mundo. Los lirios de mármol

exhalan su pálida esencia.

 

Me imagino ante un gran público,

madre de una Niké blanca y de varios Apolos sin párpados.

Pero no: los muertos me lastiman con su cortesía, nada va a pasar.

La luna apoya su mano sobre mi frente.

Impasible y muda como una enfermera.

 

 

 

 

Monólogo a las tres de la mañana

Mejor que se rompa cada fibra,

que la furia se desate

y la sangre lustrosa inunde

el sofá, la alfombra, el piso:

el almanaque de la serpiente anuncia

que vos estás a un millón

de verdes condados de aquí;

 

mejor eso a quedarme sentada y muda,

retorciéndome bajo el aguijón

de las estrellas, mirando sin ver,

lamentándome, maldiciendo

cada despedida, cada tren que dejé ir,

yo, la gran idiota, la magnánima, arrancada así

de mi único reino.

 

Daniela Camozzi nació en Haedo, Provincia de Buenos Aires, en 1969. Como poeta, publicó: La felicidad ajena (Huesos de Jibia, 2008), Mones Cazón (Ediciones del Dock, 2015) y El amor en Blade Runner (Espiral 6, 2016, ilustraciones de Bruno Rota). Como traductora: Canción de cuna y otros poemas de Joseph Brodsky (Huesos de Jibia, 2009, con Walter Cassara), Donde sea que vaya y otros poemas de Muriel Rukeyser (Viajero Insomne, 2015) y Cuentos de H.P. Lovecraft (Avanti, 2017, con Isadora Paolucci).