Un juego discreto - Inés Isaurralde x Diego Materyn

Ante aquella elegante definición de Browning sobre el presente (“el instante en que el futuro se desploma en el pasado”), este libro tendría algo que discutir, porque visto desde sus páginas el tiempo no es lineal y un objeto es mucho más que una reliquia desplomada: es una ruina viva, que contiene no sólo el sedimento de los días como pistas para el arqueólogo, sino escenas completas y bien articuladas que cierto instrumento (un ojo narrativo) es capaz de animar y de disfrutar con un placer idiota, en el mejor sentido de la palabra, la idiotez necesaria del artista. Veamos qué rápido se colma un espacio, la estación de trenes de Victoria, vista hoy aunque recorrida por ferroviarios ingleses del siglo XIX:

Los veo con la ropa gastada

tela de punto uniendo ciudades.

Y luego:

El hotel de los inmigrantes tiene

los escalones

delgados en el centro

de tanta pisada.

Los hombres salían a recorrer la ciudad,

las mujeres aprendían oficios,

así pasaban los días entre

catres de tela, sacudidos al  sol

para evitar las pulgas.

Se los mira con curiosidad, con empatía:

La gravedad de esos cuerpos

inclinándose hacia nuevas tierras

¿qué olieron por primera vez?

Inés nos invita en este libro a prestar una atención sentimental al espacio. Sentimental e histórica, porque el ejercicio que nos propone es el juego impráctico de mirar una casa viendo en ella las personas que la habitaron, o mirar una esquina viendo a las parejas que allí se besaron y allí discutieron, o mirar una fruta viendo la mano que lo plantó, lo cosechó y lo transportó, sobreimpresa en la que ahora lo sostiene. El tiempo se pliega como una sábana.

Hay una pasión por el desgaste y por todas aquellos epifenómenos que son las pruebas de la actividad prolongada, que inevitablemente va dejando marcas: aristas que pierden filo, manchas de humedad en las paredes, pasto que crece entre las piedras, tecnología que se vuelve obsoleta. La mirada es íntima pero voyeurista y detectivesca, atenta a los materiales y fascinada por los restos, las migajas, los vestigios. Quizá la verdadera pasión del libro sea el paso del tiempo, o mejor: la cantidad de vida que acontece mientras el tiempo pasa.

Este es un libro ilustrado por la misma mano que escribió los poemas. Creo yo que las imágenes (no se pierdan la de las tres personas absortas, tres humanos solitarios arriba de una fábrica que para ellos es el mundo y que para nosotros es una isla flotante o una nave espacial -¿y no es nuestro planeta una nave espacial?) comparten con los textos, sobre todo, su deliberada falta de nitidez, que puede ser desesperante pero que en definitiva da forma a un estado preciso de la atención. Es que también a los poemas los atrae lo borroso. De una ruina, importa más su capacidad de sugestión que el dato preciso de su origen. Valoran la capacidad de sugestión de la mancha (¿cómo se produjo?) y les divierte intuir (¿qué olor sintieron los inmigrantes?). Por eso, aunque estos poemas inducen a una actitud historizadora, es importante no historizar demasiado. El grado perfecto de esta arqueología se sitúa, con respecto al saber, no en el conocimiento verdadero y escrupuloso de lo que ocurrió, sino en la relativa ignorancia del que acepta que la figura quedará incompleta: la historia es irrecuperable aunque perceptible aún; lo fundamental es recibir la rugosa densidad de esa lenta acumulación de pasados, que agrega al objeto de hoy una pátina sentimental. No creo que esté mal decir que éste es un libro nostálgico. Acaso el goce que procura la nostalgia consista sobre todo en la insatisfacción de un deseo, en la imposibilidad de volver a ese otro tiempo.

Quizá el poema central sea el más breve, de sólo tres versos:

Un barco no comprende todo

pero recorre el río

y lo atraviesa.

¿Debemos entender que al barco lo desespera no comprenderlo todo, en especial no comprender el propio río sobre el que flota? ¿Será que desistió de comprenderlo después de reiterados intentos desgastantes? El título es inesperado y revelador: Involucrarse. Como es demasiado lacónico dan ganas de hacerlo crecer: ¿Cómo involucrarse? ¿Hasta dónde involucrarse? ¿Hasta cuándo involucrarse? ¿Vale la pena hacerlo? Quizá este barco encontró (como el erizo de la fábula) una manera de recorrer el río, no padeciendo sino extrayendo placer estético de aquellas zonas oscuras, fuera de foco y descentradas que tienen sus aguas. Como todo libro que además de honesto es saludable, Un juego discreto sugiere una posibilidad de vincularse con el entorno.

Diego Materyn

 

 

Involucrarse

Un barco no comprende todo

pero recorre el río

y lo atraviesa

 

 

La grieta en el acero

el musgo en la vereda

Pero en tu casa había una foto,

una planta y la tristeza.

Me pregunto

si va a crecer el pasto entre nosotros

 

Inés Isaurralde, Un juego discreto (Milena Caserola, 2017).

 

(Ph. Lula Bauer: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.)

Inés Isaurralde nació en Buenos Aires en 1984. Es licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y artista plástica. Se formó como dibujante en el Instituto Universitario Nacional de Arte y estudió grabado en Oaxaca, México. En el 2011 ganó una beca como estudiante visitante en la escuela de artes aplicadas Massana, en Barcelona. Integró varias muestras colectivas y realizó dos exposiciones individuales. Se desempeña como docente de literatura en las Universidades Nacionales de Avellaneda y de Hurlingham.